4 de diciembre de 2009

Hermanita, hermanita

En los atardeceres de estío la pareja de hermanos instala sendos sillones de enea en el porche de la casa (¡buenas noches le dé Dios, vecino!, ¡buenas noches le dé Dios, vecina!).
El forastero llegó pisando fuerte el polvo de la calle principal. Sin equipaje, sin sombra, parece una caña tacuara bajo el sol meridiano; ya las celosías lo han descubierto. Se aloja en el único hotel frente a la plaza, pero nadie sabrá jamás a qué ha venido.
Es bueno ir a misa los domingos. También el extranjero se halla bajo los arcos góticos. Parado junto a una columna, descubre el viejo mantón de encaje sobre el cuello blanco.

15 de noviembre de 2009

El paquete

Con Elsa habíamos decidido llegar temprano a la fiesta.
Sobre los techos de Buenos Aires se cernía una típica tormenta de diciembre y el aire era pegajoso. Además, estaba ese molesto paquete de Elsa.
-Un corte de tela, una oferta de liquidación -dijo sin mirarme, como si buscara a alguien.
Mi entusiasmo inicial se había ido evaporando. Elsa bailaba (por así decirlo) con un hombre insignificante que hacía esfuerzos por gustar, y cada vez que pasaban a mi lado, ella me guiñaba un ojo.
Me senté sobre el antepecho de una ventana y me dediqué a cuidar el paquete. A veces se acercaba algún conocido y conversábamos un poco o bailábamos. Sueltos, porque la tormenta inminente hacía insoportable cualquier contacto. En cuanto podía, me escapaba a la ventana fresca.
Mi amiga se instaló a mi lado. Nos quedamos comen­tando su reciente conquista. Asomó una cara nueva para mí. Sin ningún tipo de transición, ella lo llamó:
-¡Pablo!

31 de octubre de 2009

Verbo

El hacedor de hombres marchaba por un erial de piedra y silencio.
Otros mundos le poblaban la frente.
Tomó un guijarro redondo y le sopló los más secretos sueños.
- ¡Cántalos tú! –dijo, y lo lanzó bien lejos.

24 de octubre de 2009

El flamenco

Cuando salió del huevo era un pollito amarillo. Un día se cansó de picotear el suelo junto a sus hermanos y corrió hasta el estanque. Se tiró al agua y vio que flotaba. Algunos lo imitaron. Desde la orilla, la gallina cloqueaba desesperada y corría de un lado a otro. Él agitó un poco sus miembros bajo la superficie. Advirtió que le crecía una tela entre los dedos de las patas, que se le había aplanado el pico y que sus plumas ahora eran blancas y largas. Al rato, miró para arriba, sintió una brisa que lo acarició. Agitó las alas y levantó vuelo. Se le alargaron el pico y las patas. Las alas le crecieron, extendidas, abiertas, y mientras se mecía (ahora sobre un río etéreo) las plumas tomaron un color naranja, naranja.
Desde arriba vio a la gallina que seguía cloqueando. Vio a un puñado de patos sobre el agua. Enseguida se acomodó sobre otra corriente de aire que lo llevó bien alto y bien lejos.



Texto leído durante las III Jornadas de Minificción, Rosario, 9 y 10 de octubre de 2009

23 de octubre de 2009

Los golpes

Esperó a Marisa como todas las noches: con la mesa puesta y la cena en el horno para que no se enfriara. Javier se había acostado. Tampoco él solía dormirse antes de que la hija de ambos re­gresara de la Facultad. Beba miró el re­loj. Se re­trasaba demasiado. Sonó el teléfono.
- Hola, Beba. Quería hablar con Marisa. ¿Por qué falta hoy a clase?
Durante unos segundos la pregunta de la compañera de curso quedó flotando en el aire. Que su hija habría salido a tomar un café con el nuevo novio, supuso Beba. Que mañana la llamaría.
Antes de acostarse le dijo lo mismo a Javier: Marisa habría ido a tomar un café con el novio. Era muy probable, se autoconvenció.
El esposo daba vueltas en la cama. Beba empezó a dudar de su propia certeza. ¿Y si a Marisa le hubiera pasado algo malo?

19 de octubre de 2009

Minotauro

A veces, cuando en la penumbra de algún atardecer la luna del espejo me asalta a traición, distingo el brillo de la locura en su reflejo azogado. Inclino sus aletas laterales hasta que rozan mi cabeza. La imagen se multiplica en infinitos túneles verdosos.
Acomodo la más aguda piedra que imaginar pueda entre los pliegues de mi túnica blanca. Mi corazón es un ave frenética de miedo.
Oigo sus cascos que se acercan desde el final del túnel. Ya veo su testa bicorne, su belfo. Ventea, me ha olido. Tiemblo.
El Minotauro se excita. Trota.
Lo espero sin moverme.
Apunto a su frente, sin respirar, para no errar el blanco.
Voy a lanzar la piedra.
Vacilo.
Silencio.
Abro las aletas del espejo y el brillo temido desaparece en los túneles.
Una ojeada plana descubre el límite del delirio.
Temo que algún atardecer olvide cómo se abren las aletas del espejo y quedemos, el Minotauro y yo, del mismo lado.
Texto leído durante las III Jornadas de Minificción (Rosario, 9 y 10 de octubre, 2009)

2 de octubre de 2009

Saxo en la frontera

Huyeron en el tren de las cuatro, cuando a la hora de la siesta la locomotora hundió su miriñaque negro de humo en la estación. Ella era menor de edad y él tenía su saxo y su talento.
Con el tiempo, aprendieron que la mujer de un músico es una sombra quieta a un costado del escenario hasta que llega la hora del descanso compartido. Siempre volvían anhelantes de las funciones. Las manos sabias de él la recorrían minuciosamente: alcanzaban la nota más alta, la más intensa. Era la ternura, la furia, el éxtasis. Por esa época él también compuso una obra, "Desértico".
Han transcurrido unos años. El presente es otro: cuando él termina de ensayar, después de la siesta, ella guarda el saxo en su estuche. La funda es de seda, ella lo acaricia (le gusta sentir la suavidad de la tela rozando sus yemas), entorna los párpados. Se toman de la mano y parten caminando, en la oscuridad de la noche, hacia el local donde él actuará. Después de la función les dan algunos pesos y un plato de comida. No siempre la salsa está fría, pero se han acostumbrado a no reclamar; es inútil. Regresan despacio. Se acuestan. Ella se queda quieta, esperando. La respiración de él se torna regular como un metrónomo.
Cierta vez ella quiso revivir la tarde lejana. Se descalzó, cerró los ojos para no ver los hombros caídos y el torso fatigado de su hombre. Empezó a moverse con la cadencia del saxo. Él preguntó qué estaba haciendo. "Nada, querido, nada". Así ella comenzó a pensar en concretar lo que vino después.

12 de septiembre de 2009

Los otros dos

Él se mira los zapatos impecables y entra.
El vernissage promete. El whisky, bueno. Estre­cha una mano por aquí. Saluda. Alguien llega. Cara nueva: ella. Sonrisa, caída de ojos. ¿Conoce la obra? No, vino invitada. Si le permite. Sí, claro. A él esa mirada como un rayo verde le afloja las rodillas. Pero es valiente y sigue con las explicaciones. Un oh de asombro, que de tan bien modulado le hace creerse perfecto.
¿Tendrá teléfono? pregunta. Ella elude, observa la alfombra, sonríe apenas, lo mira de soslayo y de nuevo el relámpago verde que esta vez le enciende la nuca. Ella juguetea con los zorros. ¿O con él? Duda. No importa; adelante.
Sigue hablando, señala, explica, buen anfitrión. Ella observa, ceño fruncido. No quiere perder palabra. ¡Qué largas las pestañas! Y el arco de las cejas: como dos alas curvas. Él se pierde. No sabe qué estaba diciendo.
Insiste con lo del teléfono: tiene un velero, el río; ahora, en invierno, las gaviotas al atardecer rasgando la comba del cielo...
Ella niega con la cabeza, la mirada baja. ¿También pensará en el río, en el velero que no, por carecer de teléfono? ¿O será por no querer?
La mirada ausente. Parece ausente. Lo mira a la cara, seria. Tampoco. Los ojos (¿por qué tan verdes?) se desvían apenas. Está observando algo detrás de él.
Pero a él no le importa. Sigue hablando de su embarcación, de los ratos libres. Quiere mostrarse gentil, que la mujer confíe. Pero es como si ella se hubiese ausentado.
Otro hombre se acerca. La besa detrás de la oreja. Ella es toda dulzura, toda ojos para él. El hombre la toma del codo.
Ambos lo saludan. Buenas noches. Y se van, cómplices de la vida.

Los  ladrones del fuego
Ed. Corregidor-Buenos Aires, noviembre de 1984

5 de agosto de 2009

Un hombre serio

Era un hombre sin reloj y sin codicia, hábil en el ejercicio diario de la alegría.
Cuando los presentaron, ella lo consideró ade­cuado fundador de una estirpe. No tardó en conven­cerlo.
Transcurrido cierto tiempo de vida en común, la esposa le enseñó la ventaja de las comidas a hora­rio y los cheques puntuales. Oscar depuso la cámara fotográfica, el saxo y su colección de máscaras afri­canas.
Más tarde se avino a usar trajes de colores sobrios. Aprendió la conveniencia de cortarse el pelo cada quince días y de adoptar horarios fijos. Oscar también empezó a reconocer el polvillo sobre el lustre de sus zapatos acordonados y el reflejo de su imagen en el vidrio del escritorio. Después de un tiempo, supo lo que era ser respetable. Y hasta empezó a gustarle.
Ella suspira resignada al decir que le costó mucho acostumbrarse a un hombre tan serio.

Libro de los amores clandestinos - GEL

3 de agosto de 2009



... basking in the sun ...

Cat and Dog

One day, Cat and Dog strolled through a peaceful lane. All of a sudden, they came upon a river. Dog sprang into the water and swam to the other side while Cat watched in deep fear. Dog shouted:
- Jump! Don’t be such a coward and jump!
A few days later both friends were basking in the sun in their master’s backyard. But unexpectedly a scorpion appeared. Cat leaped onto a wall and from there shouted to trembling Dog:
- Jump! Don’t be lazy and jump!

22 de julio de 2009

Una noche real

En aquel lejano tiempo, este rey y su reina se amaban intensamente. Pero un soldado de la guardia personal de la soberana también estaba enamorado de ella, aunque la suya era una situación irremediable por la diferencia de rango y de sentimientos. Así es que se valió de la astucia y una noche, cuando ya todos descansaban, vistió la capa del rey y entró en la cámara de su señora. Satisfecho su propósito, después de un rato se retiró. Pero dio la casualidad que el monarca tuvo idéntico impulso esa misma madrugada. Cuando entró en el aposento de su consorte, ella preguntó: “¿Otra vez, mi señor?”. El rey sospechó lo que había ocurrido, pero guardó silencio.
A la mañana siguiente convocó a toda la guardia y sólo dijo estas palabras:
- El que lo hizo, que no lo vuelva a hacer.

15 de julio de 2009

Berta

Berta le decían. Y era opulenta y pelirroja como una valquiria. También sabía hacer tortas magníficas, altas torres de masa tierna recubiertas de cremas irresistibles.
Esa noche Berta festejaba su cumpleaños y pa­seaba su figura estatuaria entre los grupos de invitados. Cuando reía, el corazoncito de oro que había en­contrado un precario equilibrio en el escote generoso temblaba sobre la piel rosada. De tanto en tanto, Berta buscaba con la mirada a su marido que revoloteaba entre las adolescentes de la familia. Al verlo, ella se humedecía rápidamente los labios con la lengua. (La boca le quedaba brillante como un caramelo.)
Llegó el momento de apagar las velitas. Todos se acercaron a la mesa. Parada a la cabecera, Berta sopló. Cantaron el "Cumpleaños feliz". El marido le besó la mejilla.
Alguien preguntó cuántos años de casados.
-Casi diez -dijo uno de los dos.
Berta hundió el cuchillo en el centro de la torta, lentamente, con precisión.
-Él mira a las chicas -comentó en voz alta una tía un poco sorda.
Berta, como si nada.
-Diez años es mucho tiempo -dijo un primo solterón.
La valquiria, espada en mano, seguía trazando se­renas diagonales en la superficie circular. Habían en­cendido las luces y el pelo era un casco de cobre flamígero sobre la alta cabeza.
- ¿Y si se va con otra? -la pregunta, apenas murmurada, serpenteó entre las conversaciones, interrumpiéndolas.
-No importa -replicó Berta encogiéndose de hombros.
Tomó una palita y sirvió el primer trozo de torta.
Pasó los utensilios a la mucama para que siguiera la tarea que ella había empezado.
- ¡Qué importa? -preguntó Berta a nadie-. Si de casa sale y a casa volverá.
Con un brazo rodeó el cuello del esposo, lo besó en la boca y recién después le alcanzó el plato que él había estado mirando con avidez.
(A Berta los labios le quedaron brillantes como caramelo.)

Libro de los amores clandestinos - GEL

5 de julio de 2009

Entre monte y río

Han de saber que toda la revolución se hizo con armas que traficaban Juan y sus hombres.
Oficio de buena plata y riesgoso, porque los regulares surgían como espíritus del monte en cuanto había que desembarcar las cajas. Pero el metal es el mejor tónico para las agallas.
Yo los acompañé desde que supe cargar una escopeta. El pardo Juan me había recogido al quedar guachito no sé de quién. Juan y Manuel eran hermanos y amigos, aunque vivieran en casas separadas. También Manuel bus­caba la noche, como Juan: ponía trampas en la selva. Después vendía las pieles a los gringos que venían a comprárselas. Se habían repartido el mundo: Juan el río, el monte para Manuel.

21 de junio de 2009

Los salineros

Esta mañana llegó El Rojo.
Su voz y la de mi padre me despertaron mien­tras regateaban: tantos ladrillos de sal se lleva, tanta mercadería nos deja.
Le decimos El Rojo porque alto y corpulento; el pelo colorado le aureola la cabeza y la barba tupida le cae hasta la mitad del pecho. Ignoramos cuándo llegara. Aparece una mañana, como hoy. Negocia durante tres días o uno o cua­tro. Nunca anuncia su partida. Simplemente dejamos de verlo.

12 de junio de 2009

Jaguares

Venga, siéntese que le cuento, a ver si después me puede ayudar.
Recibimos la primera denuncia en pleno verano. (No me pregunte cuánto hace de eso, porque últimamente se me mezclan las fechas.) Hablaban de gruñidos, a la noche.
Decidí investigar cuando registramos la tercera queja. Tal vez hubiera sido mejor no ir solo. Pero esas cosas se saben más tarde. Nadie, me habían dicho, conocía a los dueños. Ni si­quiera habrían notado la mudanza si no hubiera sido por los gruñidos.

24 de mayo de 2009

La corona y el premio

Una pareja se acerca a la entrada del parque.
Él es muy alto y muy rubio y pálido. Ella parece cansada.
- ¿Entramos?
-Como quieras -la respuesta de la mujer es indiferente.
-Hermoso, ¿no te parece? Con los tulipanes, los farolitos y las banderas.
-Sí, realmente. Entremos.

2 de mayo de 2009

Volver a Gadea

Sólo un gato vagabundo lo ve luchar tor­pemente con la oscuridad y con el llavero que parece una hidra de cien cabezas rebeldes. Al fin, Iván logra entrar a la casa. Pasan él, las tres docenas de rosas rojas y la valija abarrotada.
La puerta cancel estaba abierta. A pesar de todo, Gadea lo espera. Por ahora dejará el equipaje en el zaguán hasta que los dos se hayan reconciliado.

15 de abril de 2009

Elsa

Elsa era muy joven. Él estaba muy enamorado y tenía los ojos celestes como dos claros fiordos noruegos. Cuando la visitaba, le decía pichoncito, mi muñeca. Se casaron inocentes pues en aquel entonces se estilaba.
Por las tardes, al regresar a casa, él le seguía di­ciendo mi amorcito. Afortunadamente, la inocencia se transformó en una olvidada lección.
Hasta que Elsa descubrió el primer engaño. Su cólera fue de tal magnitud que abandonó la cama grande y armó un catre plegadizo en otra habitación. Todas las noches él dejaba abierta la puerta del dor­mitorio. Pero los meses sólo ahondaron la brecha.
Luego hubo fragancias diferentes a aquella pri­mera, otras caras imaginadas.
Un día, Elsa hasta se atrevió a pensar: "Cuando mi marido ya no esté ... " Empezó a comprar vestidos elegantes y perfumes importados. Los guardaba en un ropero, y en los cajones guardaba aros, pulseras, collares de fantasía. Le gustaba pasar revista a sus tesoros.
Cuando la hija de ambos cumplió quince años, Elsa confeccionó una nueva colcha para su catre. La noche de la fiesta a ella los ojos se le llenaron de luces y el alma de ansias, mientras la hija pasaba bailando en brazos de los invitados. Otra vez pensó: "Cuando mi marido ya no esté ... "
La ropa de él traía -además de las fragancias diversas- ese olor inconfundible que Elsa, a pesar de los años transcurridos, no había olvidado y seguía buscando en la intimidad de las fibras.
Una noche, ante la puerta del dormitorio, él la invitó:
-Sigue abierta -dijo.
Ella lo midió de arriba abajo como se mira a un pensionista atrevido:
- No.
Con el tiempo, cambió el ropero por un armario que ocupaba una pared entera.
La hija se casó, nacieron los nietos.
El armario estaba abarrotado y hubo que renovar la colcha del catre. Él ya no regresaba a deshoras. Miraban televisión juntos. Elsa lo observaba de reojo:
"Algún día, cuando mi marido ... "
Hacía mucho tiempo que Elsa se teñía el cabello.
Empezó a usar anteojos, luego dientes postizos. Y un audífono, el izquierdo. Él usaba el derecho.
Un día el hombre tuvo un quebranto de salud y Elsa lo cuidó hasta que se recuperó un poco.

El mismo mal los carcome. El armario se comba con los vestidos pasados de moda, los perfumes languidecen en frascos sellados. Por las tardes, cuando el clima está seco, ella lustra con una franela los aros y pulseras.
Pero él se empecina ante la pantalla del televisor, y mientras Elsa lo arropa para que no tome frío, piensa:
-Algún día, cuando mi marido ya no esté ...

Libro de los amores clandestinos - GEL

4 de abril de 2009

Cuento popular

Narran los de buena memoria que, al principio de los tiempos, se encontraban reunidos en un jardín el Amor, la Locura, la Esperanza, la Gula y todas las virtudes y defectos de la raza humana. Bostezaban letárgicos cuando la Locura propuso jugar a las escondidas.
Estuvieron de acuerdo y ella comenzó a contar. Lo hizo en forma bastante caótica, por lo que los participantes debieron precipitarse a buscar un escondrijo. El Amor, tan atolondrado e inexperto el pobrecito, no encontraba ningún hueco hasta que a último momento –pequeño como era- consiguió zambullirse bajo un arbusto.
La Locura los fue descubriendo uno a uno: la Codicia, la Duda, el Ocio, la Alegría. Todos aparecieron, menos Amor. Entonces alguien le sugirió que tomara un palo y perforara cuanto posible escondite se le ocurriera. Ella aceptó y empezó con la tarea hasta que se oyó un grito desgarrador.
- ¡Me has cegado! –reconocieron la voz de Amor. Y la Locura, que será caótica, pero no indiferente, contestó:
-Ya que yo te cegué, seré tu lazarillo para siempre.
Y desde ese día la Locura y el Amor van por el mundo tomados de la mano.

18 de marzo de 2009

Gloria

Se llamaba Juan, y Gloria cuidaba a su esposa in­válida.
Durante muchos años se citaron en lugares donde los objetos aún guardaban la impronta de otros mur­mullos.
Luego, el recuerdo fulguraba como una gema en la habitación signada por la enfermedad y la sos­pecha. Gloria iba de aquí para allá ahuecando almoha­das, dispensando alivio, siempre vigilada por ojos atentos.
- ¿Por qué canta, Gloria?
- Es la vida, señora. Es mi vida.
Ambos, ella y él, pronunciaron palabras no com­partidas, inventaron sueños en el descanso separado. Siguieron así, sostenidos por la misma pregunta, por idéntica respuesta: "¿Cuándo, mi amor, cuándo?", "No está en nosotros". Decían que las caricias eran una grieta en el muro por la cual Dios les permitía espiar lo inefable. De eso vivían.
Cierta vez, la enferma murió.
Ellos se casaron. Lograron hacer de la comunión efímera, un ejercicio cotidiano.
Cuando cae el crepúsculo, Gloria va al jardín y acaricia los macizos de heliótropos.
Juan sale a pasear solo.

Libro de los Amores Clandestinos - GEL

11 de marzo de 2009

Divertimento de las palabras

El salón auditorio no tardó en quedar vacío. Pero fue necesario que transcurriera un buen rato antes de que las palabras se atrevieran a apare­cer.
Se asomaron tímidamente por entre las tablas del revestimiento de madera, temerosas de que el eco de alguna pisada volviera a resonar en el silencio oscuro. Las que se habían abrazado a los caireles de la gigantesca araña empezaron a colum­piarse y un suave tintineo avisó a las de abajo (dor­midas a causa de los discursos sobre la pana de los sillones) que debían despertar y reunirse con to­das las demás sobre la alfombra. Las palabras agudas se tiraron de cabeza. El peso del acento en la última sílaba actuaba como plomada y como resguardo de su anatomía. "Solución", "haré", "argot" cayeron con voluntad certera entre los nudos de seda persa.

24 de febrero de 2009

Polizonte en el universo

Era una partícula, una nada suspendida por un segundo entre el cielorraso y el vacío, colgada apenas de su hilo plateado. Alpinista invertida sin montaña, empezó a hipar metódicamente esa hebra que surgía de los laberintos microscópicos de su arácnido plexo solar. ¡Acróbata loca, motita roja con sus ocho levísimas patas! ¡Hay que tener agallas! Abajo: los papeles, la alfombra, la aspiradora, la muerte.
Un dedo índice gigantesco intercepta su liana de plata. Otro destino, sí, pero ¿cuál? Sin práctica, es muy arduo jugar a ser un dios.
Cerca hay un macetón coronado por un enorme helecho. Allá va el dedo, con liana y arañita. En cuanto ella toca tallo firme, se larga verde abajo por el infinito puente .
Días después invisibles crías bermejas se afanan entre las hojas. Y surge la pregunta: a nosotros ¿nos ocurrirá lo mismo?


17 de febrero de 2009

La mujer del dinamitero



Así la llamaban allá en las sierras. Pero no es para decirle esto, doctor, que mi abuela pidió que lo interrumpiera en la lectura del testamento del viejo. No: ella quiere que le cuente lo que pasó por esa época.
La pareja había llegado a las minas por un capricho del marido, supone ella, porque mi abuelo nunca le dio el motivo de sus decisiones. Ni entonces ni después.
Se instalaron en una casa apartada, con jardín y una bougainvillea. De día, un sol de cerámica quemaba tanto el suelo, que el camino frente a la ventana parecía un ladrillo calcinado desde las sierras hasta el pueblo. Sólo el aire reverberante se agitaba con las explosiones regulares que des­garraban las entrañas de la tierra. De noche, el viento frío ululaba en los postigos de las ventanas.
Mi abuela salía al camino en la quietud de la tardecita para esperar al dinamitero. Cuando pasaba la cuadrilla, él se desprendía de sus compinches y con un gesto posesivo, la empujaba casi hasta el umbral de la cocina.

31 de enero de 2009

La espera

Con tan poca luz, apenas me veo en el es­pejo del baño de la tanguería. El platinado de la tintura confunde las canas. Contro­lo mi vestido de brocato (*) y recuerdo el día lejano en que fui al Centro con la mo­dista, a comprar la tela. En el local nos ofre­cieron asiento para poder elegir cómodas. El vendedor (después, para mí, el Pardo) tomó el cilindro de brocato con la izquierda y con dos dedos de la derecha sostuvo el borde la tela. Mirándome fijo a los ojos, pegó un tirón y la tela se aglobó como la vela de un barco soplada por la brisa. Yo dije que sí.
Juana Schuster vestida para bailar tango ... y para conquistar a mi padre.
Archivo personal

11 de enero de 2009

Guernica

Se encontraban a diario en la estación, a la hora de la siesta, poco antes de que pasara el tren de las cuatro. Pero una tarde Lucila dio un gran rodeo con su valijita y tomó el ómnibus que la llevó a la ciudad.
Él se quedó esperándola en medio del polvo arremolinado por el viento que hacía chirriar el gran cartel con el nombre de la estación. Se quedó esperándola hasta que comprendió la verdad: ya no vendría.
El muchacho cambió el campo por el pavimento, el tambo por el taller, el taller por la fábrica, la fábrica por la empresa. Una mujer de carne y hueso tapó el recuerdo de Lucila alta atravesando los remolinos a la hora de la siesta.

Elohim, Elohim

Hace muchas semanas -antes de que yo tomara mi morral y partiera como un ladrón al filo del amanecer- me contaron que fueron a buscar al joven Maestro para que Él me trajera de vuelta.
Mis hermanas me necesitaban. Pero yo también deseaba el descanso después de la batalla.