5 de julio de 2009

Entre monte y río

Han de saber que toda la revolución se hizo con armas que traficaban Juan y sus hombres.
Oficio de buena plata y riesgoso, porque los regulares surgían como espíritus del monte en cuanto había que desembarcar las cajas. Pero el metal es el mejor tónico para las agallas.
Yo los acompañé desde que supe cargar una escopeta. El pardo Juan me había recogido al quedar guachito no sé de quién. Juan y Manuel eran hermanos y amigos, aunque vivieran en casas separadas. También Manuel bus­caba la noche, como Juan: ponía trampas en la selva. Después vendía las pieles a los gringos que venían a comprárselas. Se habían repartido el mundo: Juan el río, el monte para Manuel.

Los domingos por la mañana, siempre a la misma hora, se encontraban sobre el puente e iban marchando hacia el pueblo. Me permitieron acompañarlos cuando tuve edad para no retrasarme en la ca­minata. Mientras ellos hablaban de negocios, yo trotaba desesperado por mantenerles el ritmo.
El negocio de Don Remigio estaba frente a la iglesia, plaza de por medio. Los hermanos pedían una ginebra -es cierto- pero iban para verla pasar a Verónica cuando salía de misa. Yo también me enamorisqué de ella por hacer cau­sa común con los hombres hechos.
Morena y callada era, como la noche, y llevaba los párpados siempre bajos. Salía de la iglesia igual a una torcaza resig­nada a vaya uno a saber qué destino, envuelta en su rebozo oscuro, las manos sobre el misal como si todavía rezara. Cuando ella pasaba, Juan y Manuel mantenían un silencio cargado de expectativa.
Yo no sé cuánto tiempo hacía que los hermanos iban a verla pasar. A lo mejor esperaban que ella se decidiera por uno de los dos. O habían hecho un pacto de no ser ninguno el primero en declarársele. Todo el pueblo esperaba el final de esta competencia. Si hasta corrían apuestas. ¡Sólo había que ver cómo la gente se iba acercando a la plaza aunque nadie mencionara el motivo! Eran más los de afuera de la iglesia, creo, que los de adentro . Hubiera bastado que Verónica levantara la vista para quebrar la expectativa, pero ella seguía su camino con los párpados bajos.
Un domingo hacía mucho calor o habían bebido demasiado. Se les puso la sangre en movimiento.
-La quiero para mí -dijo Juan y mostró los dientes blanquísimos. Semejaba un lobo.
-Yo también la quiero -contestó Manuel.
Y él, el de la risa fácil, clavó -sin soltarlo- un cuchillo en la mesa, con tal fuerza que la botella tambaleó.
Los hermanos se midieron. Después Manuel arrancó el cuchillo de la tabla y empezó a salir. Juan entendió y desenvainó el suyo; siempre lo llevaba guardado en la bota.
Nadie ob­servó cuando me escabullí detrás del mostrador. Tomé el cubilete y los dados. Cuando salí a la calle, los dos hombres ya estaban listos, uno en cada extremo del cuadrado que formaban los curiosos (nunca faltan cuando es el pellejo ajeno el que está en juego). Corrí para poner el cubilete en el piso, entre los dos hermanos.
Ahora me parece mentira que ellos hubieran aceptado cambiar el arma blanca por el azar. Y así, sobre la tierra, se decidió el futuro de los tres.
Echó suertes Manuel y le salió el número más alto. Probó otras dos veces con el mismo resultado. Juan no podía ganarle. Pero a Juan nunca nada le había sido negado y no toleraba perder aquello que creía suyo. Cualquiera fuese el sentimiento que lo impul­só, tuvo un gesto que a la derrota sumó el despecho de Manuel. Y es que Juan, cuando vio el resultado, sacó una bolsa de cuero que del cue­llo llevaba colgada y la arrojó a los pies del hermano. Roda­ron monedas de oro y de plata, y unas piedras brillantes parecieron arder como pequeñas hogueras bajo el sol de mediodía.
Manuel se agachó, y recogió un puñado de tierra y monedas y bri­llantes y se lo tiró de vuelta.
-Me la gané -dijo, sin separar casi los labios, mordiendo cada palabra-. Es mía.
Con el cuchillo trazó en el suelo un tajo que separó el camino en dos bandos. Marchando solo por la calle del puente, dejó atrás la senda herida.
Pero esa noche Juan fue a verlo. Era tarde, yo dormía ya. Algo me despertó. En un momento vi a mi protector apoyado contra el marco de la puerta y en el siguiente, incorporase e ir al en­cuentro de la noche. Lo seguí a distancia, y cuando llegué a la ventana de Manuel, la lámpara estaba encendida y la voz profunda de Juan recitaba:
-. . . el barco, mis hombres, todo, por Verónica. Tengo mucho más. Pero todo te lo doy. Hasta los títulos. Todo, por irme lejos con ella.
Manuel volvió a rechazarlo.
Después, lo ganó la furia y salió al aire libre, a gritar a los cuatro vientos:
- ¡Mía es y nadie me la puede arrebatar! ¡Ni ser humano alguno ni la muerte!
Un silencio repentino se desplomó sobre todo. Hasta la selva contuvo los mil alientos que no le daban descanso. Manuel mismo se replegó ante su propio desafío.
Juan pasó a su lado despacio. Los ojos eran dos brasas en la oscuridad. Tenía la voz clara y fir­me al decir:
-Mátame. Porque si no, yo soy el que te va a matar. Voy a hacer una casa en lo alto del barranco (señaló el único lugar desde donde se dominaba todo el paisaje). Una casa con ventanas en derredor. Y si te llego a ver, disparo. Y si te cruzas por mi calle. Y también si te veo en el río. Y si carezco de escopeta o fusil o de cualquier arma, con mis propias manos te puedo matar -se le crisparon los dedos como si ya lo tuviera.
Pero el odio de Manuel no era tan grande; lo dejó ir sin contestarle.
La pareja se casó enseguida. Y Juan empezó a edificar lo que parecía un torreón. Lo mandó hacer con el basalto que está bajo la tierra roja.
El torreón crecía en la medida en que se agriaba el carácter de Juan. Lo que una vez fue audacia en el contrabando de armas, se transformó en in­consciencia. Era un desafiar al demonio y el dia­blo retrocedía ante el ser insolente que lo bus­caba.
Pronto la construcción estuvo lista y desde ahí Juan dominó a todo el pueblo. Empezó a adqui­rir o a robar las tierras aledañas al barranco, ya sea por la fuerza o mediante la falsificación de do­cumentos.
Mandó hacer una silla de palo rosa y en ella se sentaba por las noches, frente a la ventana des­de la cual se veía la casa de Manuel. Nunca faltó un rifle sobre sus rodillas. Por esa época yo des­cansaba en la misma habitación y si abría los ojos en mitad del sueño, distinguía su perfil, la lumbre del cigarro denunciando la vigilia. Creo que no se acostaba nunca.
Manuel adoró a su mujer morena y silenciosa. Yo me acercaba para oírla canturrear y su voz era una flor abierta en el misterio de la selva. Ella le acariciaba la cabeza, los ojos, la boca. Parecía querer dibujarlo y dibujarse de nuevo con sus besos. Eran dos figuras blancas y enmarañadas luchando ferozmente en la penumbra por ser una sola. A los disparos estériles de Juan, ellos oponían el gozo salvaje de estar juntos. Se distrajeron en su juego de amor y, cuando abrie­ron los ojos al mundo material, Juan se había apropiado de tantas tierras que la única salida po­sible era hacia el río. Su casa era una isla en medio del verde. Afuera los esperaban los hombres del otro, también con las armas listas, como había jurado el patrón. Pero cuanto más los cercaban, cuanto más ame­nazadas estaban sus existencias, más se querían, como si al quitarles el espacio au­mentara la densidad de los sentimientos.
Yo espiaba a la pareja por orden de Juan, después iba a contarle. Era el pan necesario a su rencor. Los veía jugar como dos cachorros. Si lo que impulsó a Manuel fue el deseo, el temperamento de Verónica, encerrado siempre sin poder expre­sarse, encontró el medio justo para que los dos se transformaran. Construyeron un mundo aparte donde se refugiaba la paz mientras afuera rugían la destrucción y los afanes. Aquel domingo, sobre el polvo, la fortuna le había entregado a Manuel un regalo al cual muy pocos pueden acceder: el secreto que mueve el universo.
No tuvieron hijos. No hubo tiempo.
Verónica enfermó. Ni hierbas ni jarabes sir­vieron. La vio el médico del pueblo, pero tam­poco pudo ayudarla. Había que salir de ese círculo de monte y río para poder salvarla. Los pocos días de enfermedad la socavaron igual a ratas secretas. Era apenas piel y huesos y ojos grandes como nunca que ahora tenían hermosas sombras oscuras. La llama se tornaba hoguera poco antes de consumirse. Toda vez que su mirada se posaba sobre Manuel, era para transmitirle una fuerza imperiosa, algo casi tangible que hasta yo no podía dejar de sentir. Solo así pudo él humillarse tanto.
Me envió a Juan para que dejara pasar "tan só­lo a Verónica". En vano. Juan se había tornado un déspota de mejillas hundidas. Hubo varios intentos, hasta por parte del cura, pero siempre chocaron con la negativa del her­mano. Mientras tanto, Verónica se nos iba.
Para que Manuel no la dejara sola, me en­cargué de traerles comida y agua robada o pe­dida a los vecinos. Algunos se negaban porque, decían, no deseaban ayudar a la mujer que había separado a los dos hermanos. Sin embargo, sos­pecho de su rencor mezquino, ya que el domingo del cubilete todos, sin excepción, habían perdido la a­puesta.
Murió en el sueño, dijeron unos. Sé que la vida y la voz se le cortaron al mismo tiempo, en me­dio de un quejido.
Ya nada tenía por hacer y nadie me quería en el pueblo. Volví a lo de Juan, dispuesto al castigo. Me topé con su mutismo, un plato de sopa y mi cama en el lugar de siempre. No hubo pre­guntas ni sermones. Los dos nos dedicamos a esperar, él con su escopeta sobre las rodillas.
Transcurrieron días durante los cuales no tu­vimos noticias.
Una mañana, pasado un mes, no aguanté la cu­riosidad y me escurrí hasta la casa de Manuel. Estaba abierta. Adentro, los vientos y las lluvias de otoño habían estragado el nido. El agua formaba charcos en el piso. La cama estaba cubierta de polvo y hojas secas. Era imposible quedar­me más tiempo. Fui a ver la huerta, devorada por el monte.
De una rama muy alta colgaba una cuerda. No tenía ningún peso que la tensara. Manuel se había quedado en la intención sin dar el salto final.
Contaban algunos que había querido cruzar la frontera, rumbo al territorio jíbaro. Que trabajaba en un circo como tragasables, que se dedicaba a cazar serpientes ponzoñosas. Otros decían… ¡tantas cosas!
Manuel vivía buscando la muerte, era la única verdad detrás de estos rumores. Nunca, ni siquiera después, se supo qué fue de su vida durante el tiem­po que no lo vimos. Reapareció transformado, irreconocible.
Se dirigió ostensiblemente al torreón, evitando los lugares oscuros para que quienquiera lo de­seara pudiera hacer puntería sin errar el tiro. Se hubiera dicho que habían pasado años y no me­ses desde que se juntaban los domingos frente a la iglesia. Trepó jadeando el barranco: los omóplatos se proyectaban como alas pequeñas en la espalda. Lo llamé, mas apenas me miró sin reconocerme. Parecía impulsado por una idea fija. Hubiera querido detenerlo, pero me acordé de cuando ha­bía buscado los dados y de cómo cambiaron todas nuestras vidas a partir de entonces.
La puerta del torreón estaba abierta. Entró.
Juan lo esperaba en medio de la habitación, el arma en la mano.
-Ya nada me importa -le dijo Manuel- date el gusto.
El hermano lo miró largamente. Buscó en la calavera febril que tenía delante los rastros de una vitalidad que los había unido más allá del vín­culo de sangre.
No los encontró.
Sacudió la cabeza y por primera vez en mu­chos meses, una sonrisa amarga le curvó la boca:
-Si nada te importa ya, no tiene sentido matarte.

Oyó que los pasos - Ed. Corregidor

2 comentarios:

Ópera colectivera dijo...

¡Es un cuento maravilloso! :D

Los fans queremos un entradas VIP al pre-estreno de La Tigra.

Cheers!

Laura Nicastro dijo...

Sí, claro, ya hay primera fila prevista. See you!