1 de octubre de 2010

El colmenero

Unos metros antes de llegar a la casa, el hombre se detuvo y golpeó las manos. A sus espaldas, sobre la ancha entrada de tierra, había quedado el camioncito rumoroso con el zumbido de las colmenas que agobiaban su desvencijada caja. El hombre había encontrado la tranquera abierta, esperándolo, y a los perros que amagaron un ladrido. Pero él los detuvo con un silbo bajito y palabras que ahogaron el conato de ataque antes de empezar. Pudo avanzar tranquilo hasta detenerse frente a la casa. Ahora estaban junto a él, observándolo en silencio y moviendo las colas amistosamente. Volvió a golpear las manos en el aire quieto como un lago. El sonido pareció despertar a miles de cigarras cuyo canto horadó la blanda superficie del slencio. Los perros se echaron a su lado. Una mujer muy joven, pequeña y rechoncha, se asomó a la galería mientras trataba de quitarse la harina de los brazos con un delantal también enharinado.

10 de marzo de 2010

La novia polaca

Maritza embarcó en el puerto de Trieste con su prometido, su Juan, un pasaje de tercera y el vestido de novia bien envuelto en el fondo del baúl.
Lámparas macilentas saturaban de sombras y humo el sector de las mujeres. Por el mareo, la novia pasó buena parte de la travesía acostada, vigilando el baúl de cartón prensado. Juan pedía permiso diariamente y pasaba a visitarla. Sostenía entre sus gruesas manos campesinas la trémula de Maritza.
Por las noches Maritza oía, velados, los sones de un acordeón. Netos como denarios que crepitaran sobre la superficie oleosa del mar, los pies marcaban el ritmo de las cuadrillas. Lamentaba el mareo que no le dejaba dar un paso.¡Y Juan con tantas ansias de bailar! Cuan­do no había música, Maritza sabía que los hombres jugaban a los naipes pues él se lo había contado. Esas noches ella descansaba tranquila.

1 de febrero de 2010

Casa de Agar

Apenas había salido de la adolescencia cuando la casa­ron con un hombre a quien no amaba. Él era mayor, responsable, concreto. Agar pensó que era lo peor que le podía haber ocurrido a sus sueños. Luego comen­zaron las náuseas por la mañana. Entonces aprendió que la desdicha es una infinita sucesión de escalones descendentes.

4 de enero de 2010

Camino a Tostado

Mario y yo somos amigos desde el jardín de infantes. Somos padrinos de nues­tros hijos, y casi hermanos. Nos llevamos bien durante los viajes por el interior que nos impone nuestro trabajo.


Me habían prevenido contra esta ruta a Tostado. Nadie dió razones concretas, sólo respuestas vagas que me parecieron poco argumento para cambiar el recorrido. Y aquí estamos, rumbo a Tostado.
Le he preguntado a Mario si cargó nafta.
- Sí, Juan - contesta. Siento como una puntita de sorna.
Lo pienso ahora, mientras voy manejando por los bajos submeridionales de Santa Fe. Un vaho persistente surge de la llanura empapada de agua como una lenta esponja que acecha a los bordes del camino. La tierra parece lisa y parduzca, pero apenas uno deja el “mejorado”, lo traga hasta los to­billos.