1 de octubre de 2010

El colmenero

Unos metros antes de llegar a la casa, el hombre se detuvo y golpeó las manos. A sus espaldas, sobre la ancha entrada de tierra, había quedado el camioncito rumoroso con el zumbido de las colmenas que agobiaban su desvencijada caja. El hombre había encontrado la tranquera abierta, esperándolo, y a los perros que amagaron un ladrido. Pero él los detuvo con un silbo bajito y palabras que ahogaron el conato de ataque antes de empezar. Pudo avanzar tranquilo hasta detenerse frente a la casa. Ahora estaban junto a él, observándolo en silencio y moviendo las colas amistosamente. Volvió a golpear las manos en el aire quieto como un lago. El sonido pareció despertar a miles de cigarras cuyo canto horadó la blanda superficie del slencio. Los perros se echaron a su lado. Una mujer muy joven, pequeña y rechoncha, se asomó a la galería mientras trataba de quitarse la harina de los brazos con un delantal también enharinado.


- Buenos días, doña.

- Buenas -con una mano se apartó de la cara un mechón negro, lo acomodó detrás de la oreja. Parecía una manzanita de mejillas arreboladas.

- Tenga cuidado con los perros. Son bravos -y agregó enseguida-, cuando quieren.

- Sí, me di cuenta. Soy el colmenero. Los otros días hablé con su marido en el pueblo y arreglamos que le iba a dejar las abejas unos días porque venía la flor del girasol. Así que acá estoy. Estamos -se corrigió- yo y las abejas.

- Lo estuvo esperando, pero como tenía que irse muy temprano, le dejó la tranquiera abierta ...

La mujer lo dijo en tono de reproche, frunciendo la boca suculenta porque él la observaba con unos ojitos celestes de párpados contraídos. "Como la flor de la radicheta salvaje" pensó y desvió la vista hacia unas libélulas que volaban alborotadas por el zumbido que venía de las colmenas o porque era su designio. A ella, bajo los rayos del sol, sus alas le parecieron espejitos inquietos que reflejaban los colores del arco iris. Los vientres eran oscuros y largos y finos, casi agujas, como si los usaran para enterrar algo en el suelo, sus huevos tal vez. Nunca había visto una larva de libélula: la cocina, la galería, la bomba, la comida, la ropa, el pozo. Cuanto mucho, la huerta. (El marido se había ido cuando empezó a clarear. "Vuelvo a la noche".)

- Ya sé, doña, pero el neumático ... -la voz del hombre la volvió al presente; él hizo un gesto vago, hacia atrás, con el brazo izquierdo; la manga de la camiseta dejó expuesto un blanco borde de piel. Debía de ser gringo nomás, por el color de los ojos y de la piel, tan cremosa-. Tuve que cambiarlo.

Las cigarras. La mujer sintió que una gota de sudor le bajaba por la sien. Se la secó con la palma de la mano, antes de que le entrara en el ojo y le hiciera arder. Volvió a apartar el cabello de la frente. Le quedó una huella blanca de harina. El hombre sonrió. De qué se ríe. Tiene harina en la cara, ahora serio. Con la punta del delantal la mujer se la restregó toda.
- Va a hacer más calor -dijo, por decir.
- Va a hacer -confirmó él, inmóvil, esperando bajo el sol. Se miraban. El colmenero parecía aguardar una indicación. Por fin, aventuró: "Las colmenas. No les gusta el camioncito".
- Está bien -y como recuperándose, agregó categórica la mujer-, bájelas y póngalas donde le parezca mejor. Yo no sé de esas cosas. Si quiere, para refrescarse, puede usar la bomba y ahí está el pozo -señaló con la barbilla-. Si quiere.
- Gracias, patrona -contestó el colmenero. La mujer, que ya había dado media vuelta y se alejaba por la galería, se detuvo apenas, tal vez notó un cambio en esa otra voz. Vaciló un latido, después desapareció en la cocina oscura.
El colmenero trabajó tenazmente como para recuperar el tiempo desperdiciado. Iba y venía entre el camioncito y el campo de girasoles. Las hojas enormes y tupidas retenían la poca brisa que se podría haber alzado en algún momento, y la temperatura entre las hileras del cultivo era mayor que afuera, cerca de la casa, aunque aquel espacio estuviera totalmente expuesto al sol. Una gruesa capa de polvo agobiaba las hojas inferiores. La tierra endurecida se rebelaba contra la vara que él hacía penetrar a golpes de maza. Después calzaba las estacas de la colmena en los agujeros que había hecho. Dura la tierra, sí, pero al final cede. Siempre afloja, pensó él. Trataba de inquietar a las abejas lo menos posible. Se alborotaban un poco, pero parecían conocerlo y no le hacían nada. Antes solía andar con protección. Después empezó a susurrarles mientras trabajaba, a imitar el zumbido de sus alas. Ahora paseaban sobre sus manos hábiles y fuertes, le recorrían el cuello, los brazos. Quienes lo habían visto de lejos, "canta" decían. Pero justamente su fama y las buenas cosechas gracias a su trabajo con las colmenas lo habían precedido y cuando apareció en el pueblo, ya todos los productores habían oído hablar de su facilidad para entenderse con cuanto bicho se le cruzara. "Es medio brujo" sospechó alguien durante una feria rural, y el comentario se propaló de boca en boca, como fuego. Al poco tiempo, "es brujo", decían.
De vez en cuando el colmenero miraba hacia la ventanita de la cocina y veía a la mujer apartándose o pasando justo en ese momento. El zumbido parejo le indicaba que las abejas estaban tranquilas. Sin embargo, su oído atento también percibía, alejado, el ritmo de un cuchillo picando algo sobre una tabla.
La mujer trajinaba entre la cocina a leña, la mesa de madera, el piletón donde lavaba las papas para el estofado. Había oído decir que era medio mago o algo así. Cuando esa mañana el colmenero golpeó las manos, ella esperó encontrarse con un viejo sucio, oscuro. Sí, eso había esperado, no esto. Las cebollas sobre la tabla: cortar, primero aros y después a lo largo y después a lo ancho, lágrimas, ardor. El chirrido acompasado de la bomba. El hombre sin camiseta y sin sombrero, torso y cabeza bajo el chorro de agua helada. El líquido en el aire, miles de gotas, colores como alas de libélulas. Aún con los oídos inundados, el hombre seguía oyendo los golpes cortos y rápidos del cuchillo en la cocina. Él tenía la frente bicolor: roja por el sol y blanca hasta donde la había protegido el ala de paja. También los brazos parecían pintados de rojo. El torso brillante. Sin darse cuenta, la mujer había apoyado la mano en el marco de la ventana. Él se incorporó en cuanto dejó de oír el ritmo del cuchillo. Sacudió la cabeza y las gotitas marcaron un círculo cristalino en el aire. Sus miradas se cruzaron. Ella salió con una jarra y un vaso.
- No se hubiera molestado, patrona -pero tomó la jarra. Bebió a grandes sorbos apoyando los labios en el borde grueso, la cabeza echada hacia atrás. Tenía la respiración agitada. Finalmente, se la tendió, semivacía. Volvió a sacudir la cabeza. También la salpicó a ella. Sacó un pañuelo de algún lado, lo mojó, lo retorció y dobló y lo puso sobre la cabeza, bajo el sombrero. La mujer volvió rápida a su tarea: sólo en la cocina, frente a las hornallas, empezó a sentirse segura. O casi. Le quedaban en la cara algunas gotas con las que la había mojado el hombre al sacudir la cabeza. Se pasó la lengua por los labios. Era saladito.
El colmenero volvió al cultivo, a los cajones de madera. Los olores de la cebolla frita y de una masa que se estaba cocinando mezclados con el de la cera lo persiguieron durante el resto del tiempo. La camiseta mojada pegada al torso se fue secando.
- Permiso. Terminé, doña -anunció más tarde, desde la galería.
Ella se había quitado el delantal y trenzado la mata de pelo negro a un costado de la cabeza. Ya no tenía harina en los brazos y parecía bien plantada sobre sus pies.
- Pase -lo invitó-. Si gusta ... hay estofado, pan recién hecho.
- Permiso -repitió el hombre, mientras se quitaba el sombrero y entraba torpemente, agachándose para no golpearse la frente contra el dintel y tratando de no enredar las botas polvorientas en el trapo de piso húmedo extendido a continuación del umbral.
- Siéntese ahí -ordenó ella. Un repasador blanco envolvía el pan y una jarra, la de antes, con agua del pozo, transpiraba al lado del vaso de vidrio. De espaldas al hombre, la mujer trajinaba frente a la cocina de hierro. Dispuso en un plato hondo la carne, las papas, un ají, los roció con ajo y perejil picados. La ventana, el cielo blanco, el campo candente, los perros bravos dormidos. Camino solitario hasta el horizonte, neto, sin polvareda lejana, sin movimiento, nadie se acerca, los párpados del hombre con surquitos blancos como rayos de tanto fruncirlos por el sol. Ella le sirvió.
- ¿De qué se ríe? -preguntó el colmenero como lo había hecho ella antes, bajo la galería, y también sonrió un poco. Tenía dientes parejos.
- De nada -contestó la mujer. Lo siguió observando, sentada en un rincón, las manos quietas. La mandíbula de él subía y bajaba metódicamente, segura, así como había subido y bajado unas horas atrás el brazo de la bomba de agua, sólo que entonces eran el brazo, la espalda, la luz resplandeciente, el canto de las cigarras, y ahora eran la boca, la mandíbula, el cuello, la penumbra, el silencio, el camino solitario, ningún atisbo de polvareda lejana, nadie se acerca.
El hombre terminó la porción abundante. Después rebañó el plato con un buen pedazo de pan. Lo limpió a conciencia sin dejar ni una partícula de comida. Lo acercó a la nariz y aspiró profundamente, como si quisiera incorporar el recuerdo de ese aroma. Al fin lo llevó a la boca y lo masticó con intensidad, con rabia.
- ¿Le sirvo más? -preguntó ella desde su rincón.
- No -contestó el hombre y le clavó los ojos azules. Suspiró, saciado, apoyó la espalda contra la pared y cruzó los brazos sobre el pecho sin dejar de mirarla.
Ella desvió la vista hacia la ventana, hacia la cocina, hacia el rescoldo que se iba cubriendo de ceniza y dijo parece que viene tormenta, hace calor, demasiado calor. El hombre no contestó y la mujer siguió hablando (la ventana, la cocina, el rescoldo, la ceniza): ni los perros se mueven, mucho silencio, se puede cortar con, no le hará mal a las abejas (ventana, cocina, rescoldo, ceniza, surquitos blancos como rayos) no, claro, ellas saben, ya están acostumbradas, por ahí se retrasa la flor del girasol ...
Afuera todo el mediodía parecía expectante, como encogido sobre sí mismo, listo para saltar (pero saltar cómo): las hojas laxas de los árboles, las gotas de néctar de los higos resbalando perezosas rama abajo, aves en sus nidos (ventana, cocina, rescoldo, ceniza, celeste como flor de radicheta). Todo inmóvil, el hombre, su mirada fija en los ojos de la mujer. También ella inmóvil. Ningún atisbo de polvareda lejana. El sol estaba tan alto, tan recto, que no había sombras.

..........

Comenzaba a atardecer cuando lo acompañó hasta el borde de la galería.
- En quince días vuelvo -anunció o prometió o amenazó el colmenero.
- Sí -contestó la mujer y agregó (pero él no llegó a oírla porque ya había puesto el motor en marcha)-, por favor.

La Tigra - Ed. Grupo Editor Latinoamericano-Buenos Aires, 2009

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