21 de junio de 2009

Los salineros

Esta mañana llegó El Rojo.
Su voz y la de mi padre me despertaron mien­tras regateaban: tantos ladrillos de sal se lleva, tanta mercadería nos deja.
Le decimos El Rojo porque alto y corpulento; el pelo colorado le aureola la cabeza y la barba tupida le cae hasta la mitad del pecho. Ignoramos cuándo llegara. Aparece una mañana, como hoy. Negocia durante tres días o uno o cua­tro. Nunca anuncia su partida. Simplemente dejamos de verlo.

Él nos trae noticias acerca de las ciudades. Son lugares extraños con las casas sobre la superficie, separadas una de otra. También habla de otras cosas. Yo aprendo las palabras, mas ignoro su significado. Tal vez no sea el único a quien la curiosidad por las ciudades impide dormir. Salvo La Blanca. Es imposible saber dónde quedan. EL Rojo nunca cuenta de qué dirección viene. Una vez seguí las huellas del carro, pero la superficie dura de la sal apenas había cedido bajo el peso de las ruedas. Las marcas desaparecían enseguida. Lo único que repite cuando le pregunto por la ubicación de las ciudades, es que necesitan sal desde que todos los mares se evaporaron. Mi padre me patea bajo la mesa. EL Rojo ignora que nuestros antepasados vinieron a establecerse a la salina por la misma época en que se secaron los mares. Buscaban protección. Ellos nos dejaron el comienzo de este pueblo subterráneo y los planos para continuarlo. A medida que vamos extrayendo los bloques de sal, se forman las habitaciones que luego alojarán a una familia entera. Uno nunca se siente solo aunque lo esté. Las paredes conducen todos los sonidos y llegan hasta mi cabecera cuando me acuesto. Pero es imposible escuchar una conversación completa pues las pala­bras se mezclan con suspiros o una tos queda trunca por un bostezo. Las oigo como un zumbido informe y trato de encontrarles sentido. Me dan ganas de gritar, de decirles que hablen de a uno, tosan o suspiren por turno. Así como hay un orden en las habitaciones, debería de existir un orden en los ruidos. Una vez le conté todo esto a El Rojo y él se rió.
-Como una colmena cuando aún había abejas -dijo con su voz profunda.
Quizás fuera algo divertido y también reí, para que él no se burlara de mi ignorancia. Pero la verdad es que ya me avergüenza preguntar y sigo sin saber qué cosa es una colmena o una abeja. Y está La Blanca, que es distinta a noso­tros. Cuando se quita de la cabeza el tocado que todos usamos durante el día, los párpados no son más oscuros que el resto de la cara. Su rostro es totalmente pálido. Desde siempre, durante cada visita de El Rojo, sabíamos dónde encontrarla. Él tiene por costumbre comer con distintas familias. La Blanca se sentaba a sus pies para no perder palabra de lo que contara.
Hace más de un año El Rojo estaba en mi casa, hablando -como siempre- de las ciudades. Algunos nos mante­níamos muy quietos y atentos a lo que decía El Rojo, otros cabeceaban y La Blanca, acurrucada en el suelo, mostraba el bello perfil claro vuelto hacia arriba. Él se interrumpió para encender la pipa apagada. Y en ese lapso en que todos seguíamos los movimientos de las mejillas hundidas de El Rojo y de la llama que entraba y salía del cazo y de las nubecitas de humo dulce que subían como hipo, en ese preciso instante de calma y expectativa, se oyó la voz suave pero firme de La Blanca:
-Quiero ir -dijo.
El Rojo abrió la boca y la llamita de la pipa no supo qué hacer. Al final, se escondió. Hasta los murmullos de las paredes parecieron callar. Era la primera vez que alguien, nada menos una mujer, nada menos una adolescente, quisiera alejarse del clan sin antes haber sido expulsada por el Consejo. Traté de pensar, en ese momento, como sería ir a nuestra única cisterna y no encontrar a La Blanca.Y sentí frío.
Se la llevó sentada sobre la pila de ladrillos, igual a una reina. (Creemos, porque -como siem­pre- nadie los vio partir.)
El Rojo tardó en volver, pues en aquella ocasión no se había puesto de acuerdo con los jefes de familia en cuanto al trueque. De La Blanca no se habló más ni nadie preguntó por su suerte en las visitas poste­riores del Rojo.
Me alegré cuando ella regresó. “A devolverla” dijo El Rojo. Traía un crío que no dejaba de llorar. Oímos su llanto a toda hora y las mujeres viejas le aplicaron sus remedios. Una mañana sorprendí a La Blanca con el niño dormido al pecho. Ella me hizo un gesto para que callara. Me senté en el suelo. La Blanca me miró y sonrió man­samente. Por largo rato contemplé ese rostro tan claro y tan dulce. El crío se curó.
La Blanca me confesó que las ciudades son feas. Vuelve a describir las casas sobre la superficie y las calles y el viento soplando por esas calles entre los relojes quietos de las plazas. El Rojo se iba y la dejaba durante días enteros, paseando su mie­do, sin que voz alguna contestara a la suya. Al re­greso, él le traía telas y frutos que desconocemos pues la distancia es mucha y se echan a perder en el camino.
La oscuridad de las noches la asustaba. Le pre­gunté cómo era la oscuridad y ella tapó mis párpados con las manos.
-Veo luces de colores -dije.
-La oscuridad es así. Pero sin las luces -contestó.
Aquí ignoramos cómo es la oscuridad. Cuando se pone el sol, la luz de los astros y de la luna pe­netra a través del techo y si uno mueve la cabeza mirando hacia arriba, las imágenes se refractan y bailan siguiendo el capricho de las napas de sal.
He pensado mucho en cómo hacer para llegar a las ciudades. Después de intentar inútilmente seguir las huellas del carro, probé hacerme el dis­traído con El Rojo. No dormí durante una semana, hasta que pude sorprenderlo en la partida. Lo acom­pañé un largo trecho mientras conversábamos. Al llegar a cierto punto, me mandó de vuelta. Rogué, prometí. No hubo manera de conmoverlo y debí regresar. Desde lejos observé cómo torcía su camino: me había engañado. No insistiré, me quedo porque últimamente, siempre que pienso en partir detrás de El Rojo, vuelve el rostro de La Blanca. Pero son­riendo, como aquella vez del niño dormido.

Pueblos de arena - Grupo Editor Latinoamericano

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