Venga, siéntese que le cuento, a ver si después me puede ayudar.
Recibimos la primera denuncia en pleno verano. (No me pregunte cuánto hace de eso, porque últimamente se me mezclan las fechas.) Hablaban de gruñidos, a la noche.
Decidí investigar cuando registramos la tercera queja. Tal vez hubiera sido mejor no ir solo. Pero esas cosas se saben más tarde. Nadie, me habían dicho, conocía a los dueños. Ni siquiera habrían notado la mudanza si no hubiera sido por los gruñidos.
La casa estaba en medio del parque. Una pared altísima lo rodeaba por los cuatro costados: apenas asomaban las copas de los árboles más viejos. Ningún perro respondió a mis timbrazos. Tardaron en abrirme el portón de entrada.
En la casa vivía una pareja. El hombre era tan alto como yo. Me llamó la atención el cuello grueso y las manos que parecían capaces de arrancar de cuajo los árboles del parque en un momento de furia. Todo él daba una impresión de fuerza salvaje comprimida en un cuerpo robusto. Sus movimientos, sin embargo, eran elásticos.
También la mujer era grande. Y hermosa. Casi primitiva.
Me miraba con ojos redondos del color de la miel cuando se la ve al trasluz. No pude apartarme de esas pupilas quietas que parecían atarlo a uno de pies y manos.
La voz profunda del hombre me sobresaltó mientras ella se alejaba entre los árboles, mitad pantera, mitad serpiente en el balanceo de sus caderas amplias. Él estaba diciendo que no tenían animales salvajes. Para comprobarlo recorrimos el parque y me mostró el interior de la casa. Nos despedimos con un apretón de manos: noté que había acertado al juzgar su fuerza.
Las denuncias siguieron. Según comentaban, los rugidos -por molestos- impedían dormir. No hubo más remedio que investigar de noche.
Me encaramé, como pude, a la pared del parque, apenas escondido por la copa de un palo borracho.
Era cierto lo que decía la gente.
Bajo la luz de la luna dos jaguares se desplazaban por el jardín. A veces rugían, otras gañían como gatitos. Se perseguían en sus juegos y cuando uno alcanzaba al otro, rodaban abrazados. Después, todo era lamerse la cabeza, el lomo.
Al día siguiente, muy temprano, fui a ver a la pareja. Les advertí que los jaguares debían ir al zoológico, lo quisieran ellos o no. El hombre siguió negando. Pero eso me importaba poco: era la mirada de la mujer, hipnótica como un río, la que no me daba tregua.
(No voy a demorarlo, amigo, enseguida termino.) Nos llevamos los jaguares una noche -pues de día era demasiado espectacular- en un camión jaula. El empleado que debía habernos recibido en el zoológico a esa hora dio parte de enfermo a último momento. Así que el camión quedó en una dependencia municipal hasta la mañana.
Por suerte, fui el primero en llegar al amanecer. Dentro de la jaula no estaban los jaguares, sino la pareja. Sí, yo estaba tan sorprendido como usted ahora. Pero debía actuar con rapidez.
Me las vi muy mal para dejarlos salir y fingir -ante las autoridades- que los animales se habían escapado. El hombre, cuando nos encontramos, me tendió la mano en silencio. Y ella. .. ella me miraba con esos ojos amarillos que yo había visto fosforecer desde la pared.
El problema siguió: los vecinos se quejaban. Yo iba siempre a la casa. No sé por qué, si ya conocía el secreto. Tal vez para cuidarlos.
Los veía tan inocentes y felices en sus carreras que me hubiera gustado bajar del escondite y compartir sus juegos. Le juro que me aferraba al muro para no ceder y saltar. Pero enseguida empezaban a lamerse la cabeza y el lomo. Yo era el tercero.
Me iba. No sé cuántos días, semanas o meses pasaron así. (¿Ya le dije que he perdido la noción del tiempo?) Una tarde, temprano, nos enteramos en la comisaría de que a mi amigo lo había matado el tren. Enseguida fui al lugar del accidente.
Aún era el hombre robusto que yo había conocido, pero ya un vello muy tupido y largo le iba cubriendo los brazos, el dorso de las manos, los dedos engrosados. Las palmas comenzaban a abultarse. Apuré los trámites y conseguí hacerlo enterrar ese mismo día, antes de que se notara la lenta transformación.
Ella sería lo más difícil, pensé.
Cuando oscureció, ocupé el lugar de siempre, sobre el muro.
Se materializó como brotada de la tierra. No respiré.
La hembra avanzó unos pasos y se detuvo. Dio una vuelta. Sus pupilas trazaron un círculo que horadó las sombras del jardín. Olfateó los árboles, el suelo. Miró hacia arriba, en mi dirección. Volvió a olisquear la tierra.
Después, por fin, sintió la muerte. Fue como si toda la soledad del mundo se concentrara en un aullido que penetró la noche más allá de la noche de los tiempos.
Salté de esa pared ya no tan alta y troté hacia ella. (Sí, troté. No me mire de esa forma. Le prometo que no habrá más sorpresas.)
Sus ojos amarillos me recibieron turbios de dolor. Le lamí la cabeza, el lomo.
El parque ya no era tal: el viento se enredaba en los altos riscos de la cordillera. Nunca había visto un cielo tan azul y tan limpio. El aire, de tenue, me dolía al respirar. Pero ella estaba ahí, el hocico húmedo junto a mi hocico húmedo. En medio del frío -que de tan frío helaba la luz blanca de la luna- el único lugar tibio era aquel donde se rozaban nuestras narices entrecruzando las pálidas banderas de aliento. A ratos ella gañía para aliviar la angustia. Se fue calmando, se restregó contra mi flanco. Trepamos por las rocas, saltamos un precipicio que nos quiso atrapar en su bostezo de sombras.
A la mañana todo volvió a ser casi como antes: ahora era yo quien estaba tendido a su lado, en la casa.
Le aparté el pelo de la cara y entonces vi, otra vez, la mirada clara que me atraía como un río. El dolor se le había escapado por algún resquicio de la alta noche y presentí su corazón en calma.
Últimamente, cuando levanto la cabeza desde el parque, lo veo a usted encaramado al muro.
Ya sé: hubo denuncias.
Pero ahora que le conté la historia, usted debe ayudarnos a salir de esta ciudad, a ocultarnos. Pronto, antes del atardecer.
No creo que usted sea lo bastante fuerte como para cuidar a la mujer si yo corro la misma suerte del otro.
Déme la mano. Prométame que me va a ayudar.
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