24 de mayo de 2009

La corona y el premio

Una pareja se acerca a la entrada del parque.
Él es muy alto y muy rubio y pálido. Ella parece cansada.
- ¿Entramos?
-Como quieras -la respuesta de la mujer es indiferente.
-Hermoso, ¿no te parece? Con los tulipanes, los farolitos y las banderas.
-Sí, realmente. Entremos.

Y se suman al desfile de turistas.
De un pabellón cercano llegan las notas de un rock a toda orquesta. A ratos salen jóvenes desmelenados y se unen a los grupos que caminan, sin prisa. El salón de los espejos ofrece gratuitamente deformidades pasajeras. Al lado, hay otro de tiro al blanco.
Un grupo se ha congregado frente a un kiosco de juegos. En medio se levanta una columna de me­tal de dos metros de altura con un surco en el ­centro. El desafío consiste en pegar con una gran maza la plataforma sobre la cual está apoyada la columna para que una pelotita trepe dispa­rada a lo largo del surco. Hay premios que nadie sacó. Muchos lo intentaron; otros ni se atre­ven a probar.
- ¡Tres golpes por una corona! ¡Pruebe su fuerza, señor! ¡Hasta ahora nadie hizo llegar la peloti­ta hasta el tope! ¡Pruebe!
El hombre se desgañita, congestionado, por encima del rock y del arrastrarse de los pies.
La pareja, tomada del brazo, se detiene a obser­var.
El hombre vacila, como si fuera a adelantarse y dudara. Su mujer lo está mirando. La cara levan­tada, la mano en su mano, le dice algo. Es tan fuerte la música que él tiene que inclinarse para oírla. Ella insiste. El hombre se endereza, contes­tando con un encogimiento de hombros, una leve negación de la cabeza, la boca distorsionada en una mueca indecisa:
-No, ahora no... vamos a ver ... después ...
Hace un buen rato que hay un italiano parado entre la gente. También podría ser griego: bajo, de espaldas anchas y tez aceitunada, el cabello muy negro y crespo le cae sobre la frente angosta. La mujer lo mira con insistencia. El ita­liano recoge la mirada al vuelo, pañuelo arrojado desde las gradas de un circo. Se adelanta unos pa­sos mientras el murmullo crece como una ma­rea.
- ¡Pruebe su fuerza, señor! ¡Hasta ahora nadie consiguió el premio! ¡Pruebe usted! -el grito sale al vacío, sin dirigirse a nadie en es­pecial.
La decisión está tomada y ya dos manos more­nas y anchas empuñan con firmeza el mango de la maza. Lo acarician, sopesándolo, mientras su dueño calcula la distancia hasta la plataforma.
El murmullo del grupo ha cesado. Se oye sólo la música de rock, ahora más lejana. La tensión y la curiosidad crecen en los segundos que pasan. El italiano se da vuelta y echa una larga mirada a la mujer que lo ha estado observando. Ella, en­tonces, hace un comentario a su hombre. Él gira la cabeza, como buscando algo que se le hubiese extraviado.
La maza cae sobre la plataforma en un movi­miento armoniosamente circular, potente.
La pelotita trepa, trepa con fuerza des­controlada y pega violentamente contra el tope máximo de la columna. Se diría que ya no es re­donda.
Un grito unánime, sobrepasando todos los rui­dos, aclama al ganador, quien otra vez mira a la mujer. Ella inclina la cabeza y le de­vuelve la mirada con una casi sonrisa, apenas una luminosidad que le aclara las facciones.
El italiano apoya suavemente el mango de la maza contra la pared del kiosco y, rechazando el premio con una sacudida de hombros, se aleja.
Después, la pareja prosigue el paseo por los sen­deros y se pierde entre los tulipanes apagados y las notas de un nuevo rock.

Oyó que los pasos - Ed. Corregidor

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