2 de mayo de 2009

Volver a Gadea

Sólo un gato vagabundo lo ve luchar tor­pemente con la oscuridad y con el llavero que parece una hidra de cien cabezas rebeldes. Al fin, Iván logra entrar a la casa. Pasan él, las tres docenas de rosas rojas y la valija abarrotada.
La puerta cancel estaba abierta. A pesar de todo, Gadea lo espera. Por ahora dejará el equipaje en el zaguán hasta que los dos se hayan reconciliado.

Un mes. Un mes desde que había partido con su cuota de fingido orgullo. Le avergüenza un po­co recordar el rompecabezas de sospechas que había montado hasta agotar la larga paciencia de Gadea. Explosión y escena de ce­los provocadas para justificar este nuevo abandono. Pudo escabullirse con dignidad y con los dos pasajes hacia Chiloé en el bolsillo.
Allí el placer no fue el mismo de otras veces. Comenzó a desear el olor de Gadea, su voz, todo, mucho antes de decidirse a re­gresar. Aun cuando tratara de sobreponerse, le parecía verla con el tocado de novia de diez años atrás, radiante. Su compañera temporaria lo notó e hizo lo imposible (que no era poco) para complacerlo.
Ahora él está en casa, parado en el pasillo a oscuras. Vacila entre doblar a la derecha y dejar las flores en el comedor o doblar a la izquier­da y pasar directamente al dormitorio y regar la cama con pétalos y después despertar a Gadea, durmiendo boca abajo, con los brazos en cruz y el negro cabello derramado sobre la almohada. La despertará mordiéndole suavemente los la­bios.
Eso había estado anhelando. Porque después de besar tantas bocas de las que no queda­ban ya rastros en la suya, después de haber mur­murado tantas palabras dulces y obscenas y haber pronunciado el mismo apelativo (amorcito) para todas por igual con tal de no confundirlas, ahora tiene una urgencia imperiosa de llamarla por su nombre exacto y de abrazarla y de decirle que ya nunca más...
Tendrá que hacer como quienes quieren dejar de fumar, piensa. Negarse a un impulso de con­quista que ya es casi un reflejo condicionado en él. No una, sino todas las veces. La idea le produce un ahogo. Envidia a otros hombres que carecen de atractivo (¿los en­vidia realmente?) 0 de valor para emprender a diario una aventura que puede terminar en una experiencia feliz 0 en una decepción. Él ¿será capaz de renunciar?
Parado en el pasillo, con el ramo de ro­sas que le pinchan, apenas lo separa una del­gada pared de la mujer que se le antoja un remanso en la tormenta. Recuerda los hombros tersos (caben en el hueco de sus manos), el sabor de las axilas. La familiar marea del deseo comienza a invadirlo. Está excitado, alegre. Tiraría la puerta abajo, pero debe calmarse. Pensar, por ejemplo, en el horror de Chiloé cuando -a pesar de todos los esfuerzos- ­su sexo permanecía como una dulce flor dormida. Y el miedo de que los años y las aventuras le hubieran minado el vigor. Los esfuerzos de su acompañante por ayudarlo. Y el bienintencionado pero terrible:
-No te preocupes, a cualquiera le pasa.
Contestó que él no era “cualquiera” y que tampoco quería su comprensión. También al regresar de la penúltima escapada había dicho que nunca más. Y la otra vez, la ante­rior, también. Gadea siempre le había creído. Las escenas de abandono y reconciliación de todos estos años se le perdían en un recuerdo infinito como esla­bones alternados de una cadena.
Sigue por el pasillo hacia la cocina. Necesita café, pensar cómo organizar esto de la reconci­liación. Está de regreso y ahora ¿qué?
Va derecho a la cocina, calienta agua. Las rosas parecen un poco hu­milladas envueltas en papel de diario. Iván se había sorprendido cavilando en términos de conquista de su legítima esposa. En el mercado de flores se había lanzado a buscar rosas rojas entre los canastos recién llegados de las quintas. Sangre, fuego, el sagrado corazón sobre el uniforme gris y chato de Gadea cuando salía de la secundaria, rosas bacará igual a la primera de entonces. Tenían algo de lascivas con sus pétalos pequeños y apre­tados como el alma de una granada ofreciéndose a quien quisiera tomarla. Alzó lo que sus brazos pudieron llevar. Soportó el dolor de las espinas con alegría, las apretó contra el pecho para mayor expia­ción; se había dicho que cuanto más sufriera acarreando las rosas, tanto mayor sería el placer del reencuentro.
Pone dos cucharadas de café soluble en un jarro. Busca el azúcar. Una columna de hor­migas coloradas hace escala en la azucarera, en un tarro de fideos, en otro tarro más y luego se hun­de en un tomacorriente. Edulcorante, entonces. Gadea tiene obsesión por no engor­dar. Revi­sa todos los armarios y arriba de la heladera (ella detesta abandonar cosas sobre el techo de la heladera y por eso siempre tenían discusiones). No está. Se resigna a tomar azúcar. Espera a que las hormigas caídas dentro del café dejen de patalear. Las pesca con la cucharita. La casa y el vecindario siguen en silencio. Vuelve a imaginare a Gadea durmiendo a unos pocos metros, sin saber que su espera ha terminado.
La primera vez que él la dejó por unos pocos días o por una noche (¡hacía tanto de eso!) sabía que iba a volver. Escaparse de la jaula, sólo que no se lo dijo. Nunca había tenido la intención de cambiarla por otra. Pero Gadea no lo entendió así.
Ella empezó con las clases de gimnasia. Más tarde, ante otra infidelidad de Iván, se inscribió en un curso de cordon bleu. Entre los dos siguieron alternando nuevos abandonos y nuevos cursos en su­cesión dialéctica: la empresaria independiente, arreglos florales, la maestra de provincia, histo­ria del arte. Ella cambió el corte de pelo y el color, aprendió a maquillarse, a moverse. A él le resultaba patético verla empeñada en una lu­cha ciega contra enemigas invisibles. Al mismo tiempo, la admiraba por ese empecinamiento del cual él no se sentía capaz, por la ardua desespe­ración con que ella defendía lo que consideraba suyo. A la rebeldía de no sentirse libre, Iván mezclaba el halago de tanto denuedo por recuperarlo. Sin embargo, él prefería encontrar­la tranquila cuando llegaba a casa. ¿Acaso él no regresaba siempre?
Viendo a los otros, él mismo se preguntaba ¿por qué lo hago? Hastío no era. Gadea lo hacía feliz, con ella estaba cómodo, era un puerto. Pero cada tanto una forma de espíritu deportivo lo arrebataba: alguna gente salía a cazar jabalíes o intervenía en competencias. Él, en cambio, no podía dejar pasar una sonrisa insinuante o un cuerpo armonioso. ¡Había tantas soledades que él se animaba a po­blar! Una persona, un mundo. Y estaba el excitante silencio de Gadea. Porque ella sospechaba al oler el jabón distinto o cuando le decía querida.
Pero ¿cómo hacer ahora? Mordisquea un terrón de azúcar. ¿Y si le sirviera el desayuno en la cama? Aunque después tenga que sopor­tar el ataque de las miguitas entre las sábanas. Si le lleva la bandeja de patas plega­dizas con las tazas llenas, no podrá siquiera acariciarla. Se ve tieso para no derramar nada, en medio de la habitación, llamándola:
- ¡Gadea! ¡Gadea!
Y cuando por fin ella despierte, sugiriéndole en un mur­mullo romántico:
-La luz, por favor.
La luz. E Iván sonriendo con cara de "aquí no pasó nada" mientras Gadea le tira el velador por la ca­beza o se arroja sobre la almohada a llorar como para causar un diluvio, igual que la otra vez. Y él, duro, porque ... ¿a quién darle la bandeja?
No sirve. Tiene que planificar otra cosa.
Busca las galletitas mientras piensa. Encuentra unas húmedas y marmoladas de hongos.
Debe empezar bien, con cuidado. Tenderá la mesa en el comedor.
Vuelve a recorrer el pasillo en sentido inverso, en puntas de pie. Algo se le cae por la pierna y él lo patea en la oscuridad. Algo metálico que se desliza por el piso con un siseo rasan­te hasta desaparecer en algún lugar. El llavero. Se detiene. En cuatro patas busca el objeto. Madejitas de pelusa y polvo bajo los muebles adonde no llega el escobillón. Se estremece al contacto suave de los pelos que vienen mezclados, pueden ser de Gadea. Por eso y porque lo aterro­riza la posibilidad de que ella abra la puer­ta del dormitorio que quedó a sus espaldas y lo encuentre en tan indigna posición, renuncia a la búsqueda.
Entra al comedor como un gato, sin hacer ruido; adivinando el lugar donde se guarda la vajilla, tiende la mesa.
Trae de la cocina el baldecito de hielo lleno de agua y con las rosas. Por las ranuras de la persiana el cielo se ha ido aclarando.
De nuevo prepara café, pero para dos. La leche está agria, sólo que recién se da cuenta al calentarla, cuando la superficie se divide en gruesos bloques de témpanos amargos. No encuentra el pan y la manteca se ha acabado. Será entonces, sólo café. Lleva "todo" a la mesa.
Se dirige al dormitorio. Le morderá suavemente los labios y le repe­tirá al oído: Gadea, Gadea, para moldearla de nuevo a la for­ma de sus brazos.
- Estoy de vuelta -le dirá. Ella, mirándolo borracha de sueño, bajará los párpados. Y él se los besará, primero uno, después el otro, le borrará las pesadillas y la soledad del entrece­jo. Esta vez, sí, para siempre. Pero no lo dirá. Por cábala. Se estremece.
Presiona suavemente el picaporte del dormi­torio.
Respira con dificultad como si el aire no alcanzara. Para calmarse, aspira profundamente dos 0 tres veces.
Entreabre apenas la puerta. El cielo gris se ha ido colando por las persianas, pero Iván sólo ve los barrotes de la ventana enrejada. Se dice que el dormitorio no es habitación, sino cárcel y se ve proyectado en el futuro, en el mismo lu­gar, repitiendo los gestos de siempre, mientras el tiempo corre raleándole las sienes con una guadaña de noches iguales. Aún no ve la cama, porque está a la derecha de la puer­ta, pero prefiere no mirar hacia allí y evitar la ima­gen tentadora de Gadea en el abandono del amane­cer. Si ahora regresa a ella, nunca más podrá apartarse.
Retrocede hasta el zaguán. Pasa sigilosamente al lado de la valija que había depositado allí al entrar; después la recuperará. Recién cuando está en la calle as­pira con ganas.
Mientras Iván se aleja, el dormitorio se aclara con el día nuevo.
El colchón, doblado sobre la cama, no tiene sábanas. Pegado a la cabecera hay un sobre con la letra prolija de Gadea. Está dirigido:

A IVAN
Oyó que los pasos - Editorial Corregidor

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