Acomodo la más aguda piedra que imaginar pueda entre los pliegues de mi túnica blanca. Mi corazón es un ave frenética de miedo.
Oigo sus cascos que se acercan desde el final del túnel. Ya veo su testa bicorne, su belfo. Ventea, me ha olido. Tiemblo.
El Minotauro se excita. Trota.
Lo espero sin moverme.
Apunto a su frente, sin respirar, para no errar el blanco.
Voy a lanzar la piedra.
Vacilo.
Silencio.
Abro las aletas del espejo y el brillo temido desaparece en los túneles.
Una ojeada plana descubre el límite del delirio.
Temo que algún atardecer olvide cómo se abren las aletas del espejo y quedemos, el Minotauro y yo, del mismo lado.
Texto leído durante las III Jornadas de Minificción (Rosario, 9 y 10 de octubre, 2009)
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