15 de noviembre de 2009

El paquete

Con Elsa habíamos decidido llegar temprano a la fiesta.
Sobre los techos de Buenos Aires se cernía una típica tormenta de diciembre y el aire era pegajoso. Además, estaba ese molesto paquete de Elsa.
-Un corte de tela, una oferta de liquidación -dijo sin mirarme, como si buscara a alguien.
Mi entusiasmo inicial se había ido evaporando. Elsa bailaba (por así decirlo) con un hombre insignificante que hacía esfuerzos por gustar, y cada vez que pasaban a mi lado, ella me guiñaba un ojo.
Me senté sobre el antepecho de una ventana y me dediqué a cuidar el paquete. A veces se acercaba algún conocido y conversábamos un poco o bailábamos. Sueltos, porque la tormenta inminente hacía insoportable cualquier contacto. En cuanto podía, me escapaba a la ventana fresca.
Mi amiga se instaló a mi lado. Nos quedamos comen­tando su reciente conquista. Asomó una cara nueva para mí. Sin ningún tipo de transición, ella lo llamó:
-¡Pablo!

Pablo vino. Tenía un par de ojos mansos como no volví a ver jamás y un físico de gimnasio. Creo que en ese momento empezó a llover, pero no tenía importancia: Pablo y yo nos enfrascamos en un diálogo que excluyó al resto del mundo.
Nos fuimos los cuatro cuando ya apagaban las luces. No había medios de transporte y Pablo nos llevó en su coche. Mientras manejaba, contaba las anécdotas de su vida azarosa con una voz que, aun cuando tiempo después ya se me había hecho familiar, seguiría sorprendiéndome por su tono profundo.
Primero bajó el conocido de Elsa. Los tres seguimos hacia las afueras. En un momento me di vuelta y vi a mi amiga dormida, una mano sobre el paquete.
El viaje fue largo, pero no lo sentimos: el sueño de nuestra acompañante nos daba intimidad suficiente como para hablar como si hubiéramos estado los dos solos.
Llegamos a la casa de Elsa. La desperté, bajó apurada. Me di vuelta para asegurar la puerta y vi el bulto sobre el asiento.
La llamé. Ella corría por un largo pasillo de entrada a su casa. Grité más fuerte:
- ¡Elsa! ¡El paquete! ¡Te estás dejando el paquete! -. No me contestó. Pablo tocó bocina dos veces y la llamó con su voz potente. Hasta nosotros llegó el portazo al final del pasillo. El corte de tela quedó sobre mi falda. Cuando con Pablo terminamos de despedirnos largamente, ya el cielo aclaraba.
Ese fin de semana Elsa me llamó a casa. Sólo recuerdo algunas palabras: le pregunté por su conquista.
-Bien. No es hacendado. Arrienda campos; pero no sé, tengo que verlo una vez más antes de decidirme.
No indagué qué era lo que debía decidir porque su pregunta me sorprendió:
-¿Me das el teléfono de Pablo? Me olvidé el paquete en el auto.
-Tu corte de tela lo tengo yo. Un día de éstos te lo llevo. Mañana, si te parece.
-No, mañana no voy a estar. Pero ¿me das el teléfono?
-Entonces te lo llevo algún otro día. Hasta luego.
Fui otro día, es cierto. Pero no había nadie en su casa. Y después no me preocupé más.
El paquete está intacto. Cambié de país, de casa, de muebles, y siempre lo llevo conmigo, porque es de Elsa.
Pera lo que vivimos con Pablo aquel y muchos otros veranos más, eso nos perteneció sólo a nosotros dos.


Colección privada de la autora

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