Me siento al borde de la cama.
Veo el reloj con el rabillo del ojo mientras calzo las sandalias. Son las siete y media. Por uno de esos milagros incomprensibles, en esta mañana de verano ya estoy lista para salir media hora antes de lo necesario.
Me incorporo suavemente. No quiero despertar a Eduardo.
El espejo devuelve mi imagen impecable.
- Sandalias de loca -pienso.
28 de diciembre de 2008
El pato de Julio
Después de papá y mamá (o antes) estaba nuestro tío Julio. Sus visitas nos abrían la ventana al gran mundo: sabíamos con certeza que, en cuanto se cansara de purificarse en el Ganges o de trabajar como guía fotográfico en Kenya o de mecánico en alguna plataforma petrolera, volvería.
Recuerdo muy especialmente una de esas visitas. Había regresado de la selva ecuatoriana y, al igual que otras veces, nos fascinó con sus historias.
Recuerdo muy especialmente una de esas visitas. Había regresado de la selva ecuatoriana y, al igual que otras veces, nos fascinó con sus historias.
12 de diciembre de 2008
Jueves para siempre (Fragmento de "Javier Centeno")
Milan miró la mesa melancólicamente. Tragó saliva. Volvió la mirada a Amanda. Ella sacudió la cabeza como comprendiendo.
- Enseguida comemos. Y usted se queda aquí, profesor.
El gigante lanzó un suspiro de satisfacción que hizo temblar las llamas de las velas. Los rostros de los íconos vacilaron. Javier asintió. Se estaba demasiado cómodo en este lugar como para incurrir en las protestas de práctica. De a poco, estaba aprendiendo a aceptar las cosas buenas que le ofrecían.
Amanda siguió trajinando hasta que dijo:
- Aquí, Milan -las manos apoyadas sobre el respaldo de una silla a la que también había agregado una carpetita con puntillas.
- ¿No son divinos? -le preguntó a Javier y le dio a oler un ramo de malvones cuyo aroma era tan áspero como el de un puñado de cemento-. Me los trajo Milan.
Milan se ruborizó. "Esto es como las novelas españolas que se leían en casa" pensó Javier mientras ponía cara admirativa ante las flores rojo lacre. Hubiera sido terrible que por demostrar un entusiasmo menor al esperado le disminuyeran el tamaño de las porciones a recibir. Pero más allá de su estómago crujiente, de su bolsillo en olor de santidad, más allá de su cabeza con los casilleros en vías de derrumbe, sentía envidia. Sana y vigorosa envidia, como en los mejores tiempos de su adolescencia cuando durante las fiestas de secundario los compañeros desaparecían con las chicas detrás de arbustos oscuros o se materializaban después de que uno los creía de regreso en sus casas.
Las palabras caían sobre él como copos de nieve: no lo penetraban. Él asimilaba otras cosas: la luz suave, los sabores -fuertes pero agradables- el perfume amargo de los malvones que lo retrotrajo, sin saber el porqué, a una insolación infantil. No prestaba atención a la charla pues un murmullo indefinido orlaba eso otro indefinible y sin embargo categórico: el bienestar de los anfitriones. Las palabras se le antojaron rebordes blancos sobre la cresta de las olas, el juguete con el cual el mar distrae a los espectadores cuando lo que cuenta es la poderosa masa de agua omnipresente bajo la espuma. Ésa era la verdadera relación entre lo hablado y el clima a su alrededor. Hasta que un golpe sobre la mesa lo arrancó de su estado bucólico.
- Enseguida comemos. Y usted se queda aquí, profesor.
El gigante lanzó un suspiro de satisfacción que hizo temblar las llamas de las velas. Los rostros de los íconos vacilaron. Javier asintió. Se estaba demasiado cómodo en este lugar como para incurrir en las protestas de práctica. De a poco, estaba aprendiendo a aceptar las cosas buenas que le ofrecían.
Amanda siguió trajinando hasta que dijo:
- Aquí, Milan -las manos apoyadas sobre el respaldo de una silla a la que también había agregado una carpetita con puntillas.
- ¿No son divinos? -le preguntó a Javier y le dio a oler un ramo de malvones cuyo aroma era tan áspero como el de un puñado de cemento-. Me los trajo Milan.
Milan se ruborizó. "Esto es como las novelas españolas que se leían en casa" pensó Javier mientras ponía cara admirativa ante las flores rojo lacre. Hubiera sido terrible que por demostrar un entusiasmo menor al esperado le disminuyeran el tamaño de las porciones a recibir. Pero más allá de su estómago crujiente, de su bolsillo en olor de santidad, más allá de su cabeza con los casilleros en vías de derrumbe, sentía envidia. Sana y vigorosa envidia, como en los mejores tiempos de su adolescencia cuando durante las fiestas de secundario los compañeros desaparecían con las chicas detrás de arbustos oscuros o se materializaban después de que uno los creía de regreso en sus casas.
Las palabras caían sobre él como copos de nieve: no lo penetraban. Él asimilaba otras cosas: la luz suave, los sabores -fuertes pero agradables- el perfume amargo de los malvones que lo retrotrajo, sin saber el porqué, a una insolación infantil. No prestaba atención a la charla pues un murmullo indefinido orlaba eso otro indefinible y sin embargo categórico: el bienestar de los anfitriones. Las palabras se le antojaron rebordes blancos sobre la cresta de las olas, el juguete con el cual el mar distrae a los espectadores cuando lo que cuenta es la poderosa masa de agua omnipresente bajo la espuma. Ésa era la verdadera relación entre lo hablado y el clima a su alrededor. Hasta que un golpe sobre la mesa lo arrancó de su estado bucólico.
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6 NOVELAS - Jueves para siempre
21 de noviembre de 2008
Don Hilario
Ya no hay respeto en las milongas, masculló Don Hilario Chozas, mientras observaba el baile de las parejas en la pista.
Don Hilario (ahora Don, antes Hilario a secas) venía a la Sociedad de Socorros Mutuos desde hacía años. Aunque nunca bailaba, compartía con sus amigos la nostalgia sobre el mantel a cuadros. Aquí la había conocido a la ingrata, recordó por enésima vez, mientras fijaba la vista en el piso de gastados baldosones en damero.
Don Hilario (ahora Don, antes Hilario a secas) venía a la Sociedad de Socorros Mutuos desde hacía años. Aunque nunca bailaba, compartía con sus amigos la nostalgia sobre el mantel a cuadros. Aquí la había conocido a la ingrata, recordó por enésima vez, mientras fijaba la vista en el piso de gastados baldosones en damero.
11 de noviembre de 2008
Diagnóstico
Le habían prescripto una tomografía. Inmovilizado por cuatro cintas a una plataforma rodante, sintió que se introducía inexorablemente en el enorme cilindro de acero. Un corazón omnímodo lo engolfó. Quiso soltarse, pero no pudo. A oscuras, el aire no le alcanzó en medio de ese latido gigantesco que con cada pulsión borraba los triunfos, las derrotas, los recuerdos.
Concentró todas sus fuerzas en gritar.
Cuando el técnico que estaba al frente de los comandos oyó el grito, suspendió el proceso e hizo que la plataforma emergiera del tomógrafo.
Sobre ella, un bebé desnudo lloraba furioso y su cordón umbilical se perdía en la oscuridad del tubo de acero.
Concentró todas sus fuerzas en gritar.
Cuando el técnico que estaba al frente de los comandos oyó el grito, suspendió el proceso e hizo que la plataforma emergiera del tomógrafo.
Sobre ella, un bebé desnudo lloraba furioso y su cordón umbilical se perdía en la oscuridad del tubo de acero.
Corrector Líquido
Mientras trabajó como contador, tenía sueños maravillosos. Los recordaba al despertar, y durante el día -al pensar en ellos- se equivocaba con los números. En esa época usó grandes cantidades de corrector líquido.
Cierta vez la empresa prescindió de sus servicios. Siguió teniendo sueños maravillosos, pero como el contador y el corrector líquido se le habían metido adentro, a medida que despertaba cada mañana, los sueños se le iban borrando y sólo sabía que habían estado allí por el espacio blanco que dejaban en su memoria.
Cierta vez la empresa prescindió de sus servicios. Siguió teniendo sueños maravillosos, pero como el contador y el corrector líquido se le habían metido adentro, a medida que despertaba cada mañana, los sueños se le iban borrando y sólo sabía que habían estado allí por el espacio blanco que dejaban en su memoria.
2 de noviembre de 2008
Amanecer
En un momento de la noche, cuando al despertar no sabría bien qué hora era, el timbrazo del teléfono la arrancó del sueño.
Tratando de despabilarse a pesar del somnífero, buscó torpemente el auricular con la mano izquierda y la perilla del velador con la derecha. Sólo esas dos acciones importaban: acallar el sonido urgente por un lado y encontrar la luz por el otro, porque sin luz no podría encontrar el maldito aparato, aplacar su reclamo, saber quién había marcado justo su número a esa hora (¿qué hora?), porque sin luz no hay esperanza y quien espera desespera, pensó.
Podían (¿quién? ¿quiénes?) haber esperado un poco más ¿no? A que fuera de día, a que estuviera despierta. Pero no, así estaba bien porque de día todo es real, no hay escapatoria. Algo cayó de la mesa de luz y ella se raspó la mano dos veces con el revoque desparejo sin encontrar ni la perilla del velador ni el teléfono.
Tratando de despabilarse a pesar del somnífero, buscó torpemente el auricular con la mano izquierda y la perilla del velador con la derecha. Sólo esas dos acciones importaban: acallar el sonido urgente por un lado y encontrar la luz por el otro, porque sin luz no podría encontrar el maldito aparato, aplacar su reclamo, saber quién había marcado justo su número a esa hora (¿qué hora?), porque sin luz no hay esperanza y quien espera desespera, pensó.
Podían (¿quién? ¿quiénes?) haber esperado un poco más ¿no? A que fuera de día, a que estuviera despierta. Pero no, así estaba bien porque de día todo es real, no hay escapatoria. Algo cayó de la mesa de luz y ella se raspó la mano dos veces con el revoque desparejo sin encontrar ni la perilla del velador ni el teléfono.
8 de octubre de 2008
Nota aclaratoria
Nota aclaratoria
Las microficciones "El perro valiente", "La tortuga y la fuente" y "El guardián fiel" forman parte de otro cuento más extenso, "Hipias el tracio", que la Fundación Internacional Jorge Luis Borges tuvo la gentileza de publicar en su revista Proa, número 4, de enero de 2006.
Las microficciones "El perro valiente", "La tortuga y la fuente" y "El guardián fiel" forman parte de otro cuento más extenso, "Hipias el tracio", que la Fundación Internacional Jorge Luis Borges tuvo la gentileza de publicar en su revista Proa, número 4, de enero de 2006.
El guardián fiel
Al comienzo de un día dirigíase un labriego a la ciudad.
Al pasar junto a la huerta de su compadre, topóse con el perro guardián. Éste comenzó a ladrar mientras pensaba:
- Lo ahuyentaré con mis ladridos y protegeré la paz de mi señor.
El hombre prosiguió su camino y montó el asno que lo esperaba atado a un árbol.
- Bien -dijo el perro, satisfecho -. Ahora mi amo me premiará pues espanté al intruso con mi valor.
Al pasar junto a la huerta de su compadre, topóse con el perro guardián. Éste comenzó a ladrar mientras pensaba:
- Lo ahuyentaré con mis ladridos y protegeré la paz de mi señor.
El hombre prosiguió su camino y montó el asno que lo esperaba atado a un árbol.
- Bien -dijo el perro, satisfecho -. Ahora mi amo me premiará pues espanté al intruso con mi valor.
Revista Proa Nº 4, enero de 2004
Fundación Internacional Jorge Luis Borges
...
Jueves para siempre (Síntesis)
Tres parejas, un vecino intolerante e intolerable, un padre desequilibrado y arrepentido, son algunos de los personajes cuyos destinos se entrecruzan en esta novela. La acción transcurre en la década de los ochenta, durante el período que siguió al retorno a la democracia de nuestro país. El caos generado por los distintos sectores de la sociedad en el ejercicio de esta experiencia origina situaciones de humor (a veces, tierno, otras, siniestro), y constituye el fondo sobre el que se desarrolla la trama.
...
Jueves para siempre
Ed. de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, 2005
19 de septiembre de 2008
ABSALÓN
No era la primera vez que Absalón oía discutir en el edificio de enfrente. Recordó cómo pocos meses antes la pareja había entrado corriendo, perseguida por la lluvia de arroz que le arrojaba un grupo de amigos.
Absalón se sentaba a la ventana para distraerse. Tenía ateroesclerosis y no podía caminar.
- Necesitan un susto -pensó en la pareja-. Algo que los ponga a prueba ... un incendio ... chico-. Y se distrajo con un caniche blanco que venía saludando metódicamente todos los umbrales de la cuadra.
- ¡Fuego! -gritó alguien-. ¡Fuego! ¡Allí!
Absalón se sentaba a la ventana para distraerse. Tenía ateroesclerosis y no podía caminar.
- Necesitan un susto -pensó en la pareja-. Algo que los ponga a prueba ... un incendio ... chico-. Y se distrajo con un caniche blanco que venía saludando metódicamente todos los umbrales de la cuadra.
- ¡Fuego! -gritó alguien-. ¡Fuego! ¡Allí!
5 de agosto de 2008
TRINCHERA
Hace años, en un ómnibus, escuché la siguiente historia.
Durante una de las contiendas mundiales, un grupo de jóvenes soldados reclutados en el sur de un país meridional ocupaba una trinchera. Era una noche estrellada, apacible y, milagrosamente, los enemigos se habían llamado a silencio. A lo lejos se oyó el balido de una oveja. Este sonido entrañable desató la nostalgia de los muchachos y cada uno empezó a rememorar el terruño y los afectos que había dejado atrás. Murmuraban nombres, contaban sus pequeñas historias y por unos momentos no hubo ni barro ni miedo ni sed.
De pronto, el enemigo empezó a lanzar obuses que reventaban muy cerca de la trinchera. La noche se encabritó. Pasada la primera sorpresa, uno de los soldados pegó un salto, corrió hacia el descampado donde los proyectiles se abrían como flores siniestras y, con los brazos en alto, comenzó a gritar:
- ¡Eh, qué hacen locos? ¿No ven que hay gente aquí!
Durante una de las contiendas mundiales, un grupo de jóvenes soldados reclutados en el sur de un país meridional ocupaba una trinchera. Era una noche estrellada, apacible y, milagrosamente, los enemigos se habían llamado a silencio. A lo lejos se oyó el balido de una oveja. Este sonido entrañable desató la nostalgia de los muchachos y cada uno empezó a rememorar el terruño y los afectos que había dejado atrás. Murmuraban nombres, contaban sus pequeñas historias y por unos momentos no hubo ni barro ni miedo ni sed.
De pronto, el enemigo empezó a lanzar obuses que reventaban muy cerca de la trinchera. La noche se encabritó. Pasada la primera sorpresa, uno de los soldados pegó un salto, corrió hacia el descampado donde los proyectiles se abrían como flores siniestras y, con los brazos en alto, comenzó a gritar:
- ¡Eh, qué hacen locos? ¿No ven que hay gente aquí!
13 de julio de 2008
PIERRE
Cuando Pierre vuelve a casa, después de cumplida la tarea, me agacho a sus pies y le quito las galochas embarradas. Le alcanzo agua para que se lave las manos pringosas. Y si la camisa tiene manchas (casi siempre) le doy ropa limpia.
Muchas veces se acerca a la cuna de nuestro hijo y lo contempla en silencio. Suspira porque el pequeño heredará no sólo su nombre sino también su oficio.
Comemos un poco de sopa o de guiso con pan. Tomamos algo de vino. Mi Pierre nunca se emborracha.
Enseguida nos acostamos. Él esconde la cabeza en el hueco de mi cuello, como pájaro que quisiera dormir. Yo lo arrullo con una canción. Pero siento que sus lágrimas resbalan por mis pechos. Trato de consolarlo.
¡Es tan difícil ser la mujer del verdugo!
Muchas veces se acerca a la cuna de nuestro hijo y lo contempla en silencio. Suspira porque el pequeño heredará no sólo su nombre sino también su oficio.
Comemos un poco de sopa o de guiso con pan. Tomamos algo de vino. Mi Pierre nunca se emborracha.
Enseguida nos acostamos. Él esconde la cabeza en el hueco de mi cuello, como pájaro que quisiera dormir. Yo lo arrullo con una canción. Pero siento que sus lágrimas resbalan por mis pechos. Trato de consolarlo.
¡Es tan difícil ser la mujer del verdugo!
22 de junio de 2008
EN CASA DEL HERRERO
La lima reinaba en la herrería porque ningún metal podía con ella.
Un día entró una vieja serpiente y empezó a roerla. Creyendo que el reptil se la quería comer, la lima se burló:
- ¡Qué vieja tonta eres! Si yo deshago el mismo hierro, ¿cómo vas a romperme?
A lo que contestó la serpiente:
- Sólo estoy afilando mis colmillos gastados en tu dura superficie.
Y se fue, ondulante, satisfecha.
Un día entró una vieja serpiente y empezó a roerla. Creyendo que el reptil se la quería comer, la lima se burló:
- ¡Qué vieja tonta eres! Si yo deshago el mismo hierro, ¿cómo vas a romperme?
A lo que contestó la serpiente:
- Sólo estoy afilando mis colmillos gastados en tu dura superficie.
Y se fue, ondulante, satisfecha.
8 de junio de 2008
LA TIGRA
He venido a buscar la historia de mi padre con la Tigra.
Antes de abandonarnos, él solía viajar a este pueblo perdido de la mano de Dios.
Fumo mientras miro por la ventana de la pensión donde me alojo desde que llegué. No ha dejado de llover. La dueña, una belleza pretérita alguna década mayor que yo, teje. Soy el único huésped. De a ratos se levanta y me prepara un café o me ceba mate.
Las pocas casas parecen deshacerse en la bruma que brota de las calles empantanadas.
- Realmente ¿nunca oyó hablar de mi padre? ¿Seguro que no lo conoció?
- No sé.
- Míreme bien. Dicen que soy su vivo retrato.
Me observa una vez más, como si no me hubiera visto nunca. Calla. "El ojo del amo engorda la hacienda" dicen que decía mi padre. Y viajaba.
- Una madrugada anunció que no volvería a casa.
La dueña de la pensión interrumpe el tejido, clava su mirada en el mate que sostengo entre mis manos.
- Se le enfría, termínelo.
Ella le tiró algo frágil, cuentan, tal vez un florero, hubo un gran estrépito en la oscuridad. Sé que me desperté gritando y aún hoy, tantos años más tarde, amanezco así, gritando porque un ruido de vidrios rotos me ha sobresaltado.
- ¿Le gustan los ravioles caseros? Tengo buena mano para amasar y la noche va a estar justo ...
Se levanta y va hacia la cocina.
- ¡No me interrumpa! -ordeno. Son muchos años de callar, pienso. Y después- Por favor ...
Ella regresa a su asiento y con las manos sobre la falda no me quita los ojos de encima. Es bella, descubro.
- Esa otra mujer, la Tigra, nos fue despojando de a poco a través de mi padre. Primero fue hacienda en pie, después campos, más tarde las casas. Un día mi madre volvió del banco llorando: no quedaba nada, absolutamente nada en la cuenta. Empezó a desvariar. Salía de casa y había que buscarla en los hospitales, en las comisarías. Mi tía me llevó a vivir con ella. Yo apenas había cumplido los dos años, así que todo esto me lo contaron después. Varias veces me lo contaron. "Para que no salgas a tu padre" sermoneaba mi tía. No tengo ninguna foto de él, pero dicen que somos iguales. Por eso, si usted es de por aquí, debería haberlo visto.
- No sé -contesta-, en la época de la que usted me habla yo tenía otras preocupaciones.
- ¿Cuáles?
Se encoge de hombros, sonríe apenas, me ceba otro mate.
- ¿Prefiere un poco de vino o de licor casero?
Elijo. La miro alejarse hacia el bargueño, seleccionar dos copas. Las repasa con una servilleta, toma una botella y vuelve a su silla.
- ¿Qué mira?
- Nada.
Nada miro, pero igual me sorprende. Compruebo que no se mueve: se desliza como si el aire no presentara oposición o como si no existiera la fuerza de gravedad.
Afuera sigue lloviendo. Un perro todo encostrado de barro se sacude.
- ¿Para qué la busca?
- Para matarla -digo.
Tal como la hubiera matado mi madre. Más tarde, solo en mi habitación, no puedo dormirme. Oigo el tambor de la lluvia sobre una chapa cercana. En la pared veo reflejada la luz incierta que se filtra por las celosías.
Tengo su cuello entre mis manos y aprieto despacito, con más fuerza, más fuerte, oigo la voz de mi madre. Un ruido y sangre. Veo sangre por primera vez deslizándose por el piso. Grito. Tengo miedo. Un arrullo me rescata del pozo en el que me he hundido.
- Cálmese -me dice-. Está en su cama, tranquilo.
Me acuna. Estoy todo transpirado, tiemblo. Es tierna y blanda como un nido.
- Ayúdeme a encontrarla -suplico.
- Voy a prepararle un té.
A la mañana siguiente todo ha pasado.
La lluvia se transformó en llovizna deshilachada por tantos días de temporal.
- Desde que construyeron la represa no ha dejado de llover -dice ella.
La había observado desde la ruta: una enorme pared de agua arrojada al vacío por cañerías inmensas alimenta ese azogue infinito del que no se ve la otra orilla.
Entreabro la ventana para que escape el humo de mis cigarrillos. Sólo entra más humedad y empaña hasta el aire que respiramos. El mate y el silencio van y vienen tejiendo una tela invisible. Ella se levanta para encender la luz.
- ¿Y usted? -pregunto.
- Yo nada. Era rica, mi hombre también. Éramos felices, los dos. Hasta que hicieron esa represa aguas arriba. Nos advirtieron que se iba a inundar todo, que nos fuéramos. Pero él no quiso irse. Y el día que abrieron las compuertas para sepultar el antiguo pueblo, salió a peleársela al agua. Así dijo "a peleársela al agua". Se paró junto a la iglesia, no pudieron moverlo. Cuando el nivel llegó al campanario, la campana empezó a sonar. A veces, según cómo sopla el viento, la oigo. Se me figura que él la está agitando.
- ¿Era de aquí?
Me clava su mirada oblicua y de pronto no me importa la respuesta.
No, no éramos de aquí.
Esa noche sueño con campanas. El agua viene, avanza sobre mí. No puedo moverme. Voy a ahogarme porque estoy atado. Me va a tapar. Grito. Alguien me alza por el pelo. Abro los ojos. Ella, sentada al borde de la cama, me está acariciando la cabeza.
- ¿Los vidrios rotos?
- No. Campanas, y el agua.
- Por eso no me voy de aquí -murmura y no deja de acariciarme. El camisón se le ha entreabierto y veo su piel tersa. Hace días que no me afeito-. Creo, me imagino, que algún día volverá.
No deja de mirarme.
- Ayúdeme a encontrarla.
- ¿A quién?
- A la Tigra.
- No puedo.
Cierro los ojos. La siento tan cerca, sé que vibra, su calor me llega a través de las cobijas. La presiento sabia, honda. Con los párpados cerrados siento la protección de su mirada oblicua, dorada. Me hundo en un sueño intranquilo.
A la mañana siguiente veo que ha encendido el brasero.
- Hay demasiada humedad -comenta y se arrebuja en un gran pañolón de lana que la envuelve como una vaina. La veo ir y venir con gracia felina.
- ¿Y usted?
Se ríe corto, amargo. "Con lo que me pagó el gobierno compré esta tapera. Creo, me imagino, que algún día él volverá" insiste.
Ahora, a la luz mortecina de la mañana, la idea parece ridícula. Estoy por decirlo, pero ella se da vuelta y me mira sin parpadear.
- ¿Prefiere tostadas o galleta?
Callo. Sigo contemplando su figura de ánfora que acentúa el pañolón ceñido sobre sus hombros y alrededor de sus caderas.
Esa noche, por primera vez, me dormí en sus brazos contemplando las imágenes fantásticas que la humedad había dibujado en la pared. Acerté: es sabia en el amor.
Sigue lloviendo.
Cada mañana me rebelo y prometo, es mi último día, ya no la voy a encontrar.
Ella duda.
- Quién sabe ...
Cada noche acaricio su cuello, suave y largo, sus hombros. Cada noche nuestro amor se parece más a nosotros mismos.
Oigo un lejano tañido de campanas y, mientras me duermo agotado, repito mañana -en cuanto pare la lluvia- partiré.
Antes de abandonarnos, él solía viajar a este pueblo perdido de la mano de Dios.
Fumo mientras miro por la ventana de la pensión donde me alojo desde que llegué. No ha dejado de llover. La dueña, una belleza pretérita alguna década mayor que yo, teje. Soy el único huésped. De a ratos se levanta y me prepara un café o me ceba mate.
Las pocas casas parecen deshacerse en la bruma que brota de las calles empantanadas.
- Realmente ¿nunca oyó hablar de mi padre? ¿Seguro que no lo conoció?
- No sé.
- Míreme bien. Dicen que soy su vivo retrato.
Me observa una vez más, como si no me hubiera visto nunca. Calla. "El ojo del amo engorda la hacienda" dicen que decía mi padre. Y viajaba.
- Una madrugada anunció que no volvería a casa.
La dueña de la pensión interrumpe el tejido, clava su mirada en el mate que sostengo entre mis manos.
- Se le enfría, termínelo.
Ella le tiró algo frágil, cuentan, tal vez un florero, hubo un gran estrépito en la oscuridad. Sé que me desperté gritando y aún hoy, tantos años más tarde, amanezco así, gritando porque un ruido de vidrios rotos me ha sobresaltado.
- ¿Le gustan los ravioles caseros? Tengo buena mano para amasar y la noche va a estar justo ...
Se levanta y va hacia la cocina.
- ¡No me interrumpa! -ordeno. Son muchos años de callar, pienso. Y después- Por favor ...
Ella regresa a su asiento y con las manos sobre la falda no me quita los ojos de encima. Es bella, descubro.
- Esa otra mujer, la Tigra, nos fue despojando de a poco a través de mi padre. Primero fue hacienda en pie, después campos, más tarde las casas. Un día mi madre volvió del banco llorando: no quedaba nada, absolutamente nada en la cuenta. Empezó a desvariar. Salía de casa y había que buscarla en los hospitales, en las comisarías. Mi tía me llevó a vivir con ella. Yo apenas había cumplido los dos años, así que todo esto me lo contaron después. Varias veces me lo contaron. "Para que no salgas a tu padre" sermoneaba mi tía. No tengo ninguna foto de él, pero dicen que somos iguales. Por eso, si usted es de por aquí, debería haberlo visto.
- No sé -contesta-, en la época de la que usted me habla yo tenía otras preocupaciones.
- ¿Cuáles?
Se encoge de hombros, sonríe apenas, me ceba otro mate.
- ¿Prefiere un poco de vino o de licor casero?
Elijo. La miro alejarse hacia el bargueño, seleccionar dos copas. Las repasa con una servilleta, toma una botella y vuelve a su silla.
- ¿Qué mira?
- Nada.
Nada miro, pero igual me sorprende. Compruebo que no se mueve: se desliza como si el aire no presentara oposición o como si no existiera la fuerza de gravedad.
Afuera sigue lloviendo. Un perro todo encostrado de barro se sacude.
- ¿Para qué la busca?
- Para matarla -digo.
Tal como la hubiera matado mi madre. Más tarde, solo en mi habitación, no puedo dormirme. Oigo el tambor de la lluvia sobre una chapa cercana. En la pared veo reflejada la luz incierta que se filtra por las celosías.
Tengo su cuello entre mis manos y aprieto despacito, con más fuerza, más fuerte, oigo la voz de mi madre. Un ruido y sangre. Veo sangre por primera vez deslizándose por el piso. Grito. Tengo miedo. Un arrullo me rescata del pozo en el que me he hundido.
- Cálmese -me dice-. Está en su cama, tranquilo.
Me acuna. Estoy todo transpirado, tiemblo. Es tierna y blanda como un nido.
- Ayúdeme a encontrarla -suplico.
- Voy a prepararle un té.
A la mañana siguiente todo ha pasado.
La lluvia se transformó en llovizna deshilachada por tantos días de temporal.
- Desde que construyeron la represa no ha dejado de llover -dice ella.
La había observado desde la ruta: una enorme pared de agua arrojada al vacío por cañerías inmensas alimenta ese azogue infinito del que no se ve la otra orilla.
Entreabro la ventana para que escape el humo de mis cigarrillos. Sólo entra más humedad y empaña hasta el aire que respiramos. El mate y el silencio van y vienen tejiendo una tela invisible. Ella se levanta para encender la luz.
- ¿Y usted? -pregunto.
- Yo nada. Era rica, mi hombre también. Éramos felices, los dos. Hasta que hicieron esa represa aguas arriba. Nos advirtieron que se iba a inundar todo, que nos fuéramos. Pero él no quiso irse. Y el día que abrieron las compuertas para sepultar el antiguo pueblo, salió a peleársela al agua. Así dijo "a peleársela al agua". Se paró junto a la iglesia, no pudieron moverlo. Cuando el nivel llegó al campanario, la campana empezó a sonar. A veces, según cómo sopla el viento, la oigo. Se me figura que él la está agitando.
- ¿Era de aquí?
Me clava su mirada oblicua y de pronto no me importa la respuesta.
No, no éramos de aquí.
Esa noche sueño con campanas. El agua viene, avanza sobre mí. No puedo moverme. Voy a ahogarme porque estoy atado. Me va a tapar. Grito. Alguien me alza por el pelo. Abro los ojos. Ella, sentada al borde de la cama, me está acariciando la cabeza.
- ¿Los vidrios rotos?
- No. Campanas, y el agua.
- Por eso no me voy de aquí -murmura y no deja de acariciarme. El camisón se le ha entreabierto y veo su piel tersa. Hace días que no me afeito-. Creo, me imagino, que algún día volverá.
No deja de mirarme.
- Ayúdeme a encontrarla.
- ¿A quién?
- A la Tigra.
- No puedo.
Cierro los ojos. La siento tan cerca, sé que vibra, su calor me llega a través de las cobijas. La presiento sabia, honda. Con los párpados cerrados siento la protección de su mirada oblicua, dorada. Me hundo en un sueño intranquilo.
A la mañana siguiente veo que ha encendido el brasero.
- Hay demasiada humedad -comenta y se arrebuja en un gran pañolón de lana que la envuelve como una vaina. La veo ir y venir con gracia felina.
- ¿Y usted?
Se ríe corto, amargo. "Con lo que me pagó el gobierno compré esta tapera. Creo, me imagino, que algún día él volverá" insiste.
Ahora, a la luz mortecina de la mañana, la idea parece ridícula. Estoy por decirlo, pero ella se da vuelta y me mira sin parpadear.
- ¿Prefiere tostadas o galleta?
Callo. Sigo contemplando su figura de ánfora que acentúa el pañolón ceñido sobre sus hombros y alrededor de sus caderas.
Esa noche, por primera vez, me dormí en sus brazos contemplando las imágenes fantásticas que la humedad había dibujado en la pared. Acerté: es sabia en el amor.
Sigue lloviendo.
Cada mañana me rebelo y prometo, es mi último día, ya no la voy a encontrar.
Ella duda.
- Quién sabe ...
Cada noche acaricio su cuello, suave y largo, sus hombros. Cada noche nuestro amor se parece más a nosotros mismos.
Oigo un lejano tañido de campanas y, mientras me duermo agotado, repito mañana -en cuanto pare la lluvia- partiré.
. . .
Mención Concurso de Cuentos "Victoria Ocampo 2004"
Antología "Los Cuentos"-Ed.Victoria Ocampo, Buenos Aires, 2006
23 de mayo de 2008
EL PERRO Y EL GATO
Un perro y un gato muy amigos salieron de paseo. De pronto, se enfrentaron a un tumultuoso arroyo henchido por las lluvias. El perro nadó hasta la otra orilla, pero el gato se detuvo aterrorizado frente a las aguas.
- ¡Saltá al agua! -ladró el perro-. ¡No seas cobarde y saltá!
Unos días después, cuando el perro y el gato estaban en la huerta de su casa, apareció un escorpión. El gato brincó sobre una rama muy alta mientras que el perro aullaba, espantado, desde el suelo.
- ¡Saltá! -maulló el gato-. ¡No seas cobarde y saltá!
- ¡Saltá al agua! -ladró el perro-. ¡No seas cobarde y saltá!
Unos días después, cuando el perro y el gato estaban en la huerta de su casa, apareció un escorpión. El gato brincó sobre una rama muy alta mientras que el perro aullaba, espantado, desde el suelo.
- ¡Saltá! -maulló el gato-. ¡No seas cobarde y saltá!
18 de mayo de 2008
15 de mayo de 2008
CÓMPLICES
Él se mira los zapatos bien lustrados y entra.
La inauguración del nuevo sector promete. El whisky es bueno. Estrecha una mano por aquí, saluda más lejos, lo conocen y lo reconocen. Está feliz.
Alguien llega. Una nueva cara. Una sonrisa, una caída de ojos. ¿Conoce al director de la casa? No, vino invitada. Si le permite. Sí, me gustaría. Y él le hace los honores. Una mirada como un rayo verde le afloja las rodillas. Pero él sigue adelante con las explicaciones, como si nada. Es valiente. Después un oh de asombro, que de tan bien modulado, le hace creerse perfecto.
¿Tiene teléfono? No, no, ella recién llegó a la ciudad, lo elude, observa la alfombra, sonríe un poquito. Lo mira de soslayo y de nuevo el relámpago verde que esta vez a él le enciende la nuca. Ella juguetea con los zorros. ¿O es con él? Duda. No importa, adelante.
Sigue hablando, le explica todo de nuevo, basado en una perspectiva más actual. Ella lo observa con el ceño fruncido. No quiere perder palabra. ¡Qué largas son las pestañas! Y el arco de las cejas. Como una gaviota en vuelo. Se pierde. No sabe qué estaba diciendo.
Insiste con lo del teléfono, tiene un velero -dice-, y el río, ahora, en invierno, las gaviotas al atardecer rasgando la comba del cielo.
Esta vez ella niega con la cabeza, pero la mirada baja. ¿También pensará en el río, en el velero que se pierde por carecer de teléfono? ¿o por no querer?
La mirada ausente. No, ausente, no. Lo mira a la cara, seria. Tampoco. La mirada se desvía apenas, está observando algo detrás de él.
Pero a él no le importa. Sigue hablando de su barco, de los ratos libres. Quiere mostrarse gentil, que la mujer confíe. No obstante, es como si ella se hubiese ausentado ya.
Otro hombre se les acerca. Besa a la mujer detrás de la oreja. Ella es todo dulzura. Las pestañas proyectan largas sombras sobre las mejillas. El recién llegado la en laza por la cintura.
La pareja le desea buenas noches; lo dejan parado, solo.
Y se van, cómplices de la vida.
La inauguración del nuevo sector promete. El whisky es bueno. Estrecha una mano por aquí, saluda más lejos, lo conocen y lo reconocen. Está feliz.
Alguien llega. Una nueva cara. Una sonrisa, una caída de ojos. ¿Conoce al director de la casa? No, vino invitada. Si le permite. Sí, me gustaría. Y él le hace los honores. Una mirada como un rayo verde le afloja las rodillas. Pero él sigue adelante con las explicaciones, como si nada. Es valiente. Después un oh de asombro, que de tan bien modulado, le hace creerse perfecto.
¿Tiene teléfono? No, no, ella recién llegó a la ciudad, lo elude, observa la alfombra, sonríe un poquito. Lo mira de soslayo y de nuevo el relámpago verde que esta vez a él le enciende la nuca. Ella juguetea con los zorros. ¿O es con él? Duda. No importa, adelante.
Sigue hablando, le explica todo de nuevo, basado en una perspectiva más actual. Ella lo observa con el ceño fruncido. No quiere perder palabra. ¡Qué largas son las pestañas! Y el arco de las cejas. Como una gaviota en vuelo. Se pierde. No sabe qué estaba diciendo.
Insiste con lo del teléfono, tiene un velero -dice-, y el río, ahora, en invierno, las gaviotas al atardecer rasgando la comba del cielo.
Esta vez ella niega con la cabeza, pero la mirada baja. ¿También pensará en el río, en el velero que se pierde por carecer de teléfono? ¿o por no querer?
La mirada ausente. No, ausente, no. Lo mira a la cara, seria. Tampoco. La mirada se desvía apenas, está observando algo detrás de él.
Pero a él no le importa. Sigue hablando de su barco, de los ratos libres. Quiere mostrarse gentil, que la mujer confíe. No obstante, es como si ella se hubiese ausentado ya.
Otro hombre se les acerca. Besa a la mujer detrás de la oreja. Ella es todo dulzura. Las pestañas proyectan largas sombras sobre las mejillas. El recién llegado la en laza por la cintura.
La pareja le desea buenas noches; lo dejan parado, solo.
Y se van, cómplices de la vida.
FIN
Bienvenida
¡Bienvenidos a este blog!
Siempre sostuve que un texto escrito es como una botella con un mensaje que se arroja al mar: nunca sabemos quién la recibe ni qué pasa con el contenido. La cibernética puede revertir el proceso y quien lee el mensaje está en condiciones de responderlo. Pero no sólo debo agradecer esta posibilidad a la cibernética, sino también a la buena voluntad, al talento y la paciencia del artista visual Guillermo Cuello. Mi buen amigo me ofreció generosamente abrirme la puerta al ciberespacio. Aquí estoy. A él, a ustedes que me visitan, muchas gracias.
Siempre sostuve que un texto escrito es como una botella con un mensaje que se arroja al mar: nunca sabemos quién la recibe ni qué pasa con el contenido. La cibernética puede revertir el proceso y quien lee el mensaje está en condiciones de responderlo. Pero no sólo debo agradecer esta posibilidad a la cibernética, sino también a la buena voluntad, al talento y la paciencia del artista visual Guillermo Cuello. Mi buen amigo me ofreció generosamente abrirme la puerta al ciberespacio. Aquí estoy. A él, a ustedes que me visitan, muchas gracias.
12 de mayo de 2008
Laura Nicastro / Escritora
Laura Nicastro es argentina. Nació en Buenos Aires, donde cursó estudios de filosofía en la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Vivió en Alemania durante dos años. Comenzó a escribir a su regreso del exterior. Asistió al taller de Abelardo Castillo, donde tuvo la alegría de ver publicado el primer cuento (La corona y el premio) en El Ornitorrinco. Sucesivos textos aparecieron en diferentes suplementos literarios y revistas argentinos y extranjeros. Los libros publicados hasta la fecha son:
Los ladrones del fuego - Cuentos (Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1984)
Oyó que los pasos - Cuentos (Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1987)
Intangible - Novela (Grupo Editor Latinoamericano / GEL, Buenos Aires, 1990)
Pueblos de Arena - Relatos (GEL, Buenos Aires, 1992)
Libro de los amores clandestinos - Cuentos (GEL, Buenos Aires, 1995)
Jueves para siempre - Novela (Ed. de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, 2005)
Actualmente, Laura Nicastro vive y trabaja en Buenos Aires, donde continúa con su actividad de escritora , además de coordinar talleres de producción cuentística.
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Vivió en Alemania durante dos años. Comenzó a escribir a su regreso del exterior. Asistió al taller de Abelardo Castillo, donde tuvo la alegría de ver publicado el primer cuento (La corona y el premio) en El Ornitorrinco. Sucesivos textos aparecieron en diferentes suplementos literarios y revistas argentinos y extranjeros. Los libros publicados hasta la fecha son:
Los ladrones del fuego - Cuentos (Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1984)
Oyó que los pasos - Cuentos (Ed. Corregidor, Buenos Aires, 1987)
Intangible - Novela (Grupo Editor Latinoamericano / GEL, Buenos Aires, 1990)
Pueblos de Arena - Relatos (GEL, Buenos Aires, 1992)
Libro de los amores clandestinos - Cuentos (GEL, Buenos Aires, 1995)
Jueves para siempre - Novela (Ed. de los Cuatro Vientos, Buenos Aires, 2005)
Parte de su narrativa integra las siguientes antologías:
Cuentistas Argentinos de Fin de Siglo (Ed. Vinciguerra, Buenos Aires, 1997)
Viajes en la palabra y en la imagen - Antología ilustrada por pintores argentinos y traducida al inglés para ser publicada en los EE.UU. (Fundación Orígenes, Buenos Aires, 1996)
Los cuentos (Ed. Victoria Ocampo, Buenos Aires, 2006)
Nosotras, vosotras y ellas (Inst. Movilizador de Fondos Cooperativos, Buenos Aires, 2006)
En 1985 recibió la Faja de Honor de la SADE y el Premio Arturo Mejía Nieto (Primer libro publicado) por Los Ladrones del Fuego. Intangible se hizo acreedor del Primer Premio del Concurso Ricardo Rojas, bienio 1990 / 91, otorgado por el Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Fue finalista del Iowa Writer ´s Workshop Programm (EE.UU.) , en 1988 y 1994, auspiciados por la Fundación Fullbright y Antorchas, respectivamente. En 1996 se adjudicó el Premio Alfredo Roggiano a la novela Jueves para siempre, que ese mismo año obtuvo una mención en el concurso Luis de Tejeda. La Fundación Victoria Ocampo premió el cuento La Tigra en su convocatoria del año 2005.Actualmente, Laura Nicastro vive y trabaja en Buenos Aires, donde continúa con su actividad de escritora , además de coordinar talleres de producción cuentística.
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