2 de noviembre de 2008

Amanecer

En un momento de la noche, cuando al despertar no sabría bien qué hora era, el timbrazo del teléfono la arrancó del sueño.

Tratando de despabilarse a pesar del somnífero, buscó torpemente el auricular con la mano izquierda y la perilla del velador con la derecha. Sólo esas dos acciones importaban: acallar el sonido urgente por un lado y encontrar la luz por el otro, porque sin luz no podría encontrar el maldito aparato, aplacar su reclamo, saber quién había marcado justo su número a esa hora (¿qué hora?), porque sin luz no hay esperanza y quien espera desespera, pensó.

Podían (¿quién? ¿quiénes?) haber esperado un poco más ¿no? A que fuera de día, a que estuviera despierta. Pero no, así estaba bien porque de día todo es real, no hay escapatoria. Algo cayó de la mesa de luz y ella se raspó la mano dos veces con el revoque desparejo sin encontrar ni la perilla del velador ni el teléfono.


Los timbrazos continuaban, casi aullidos humanos. Desistió de buscar la luz y se dedicó al teléfono que parecía haberse movido. Buscó a dos manos, a cuatro manos, como cuando tocaba el piano con Manuel en los conciertos de fin de año del Conservatorio Bonet. Sí, Bonet. Así de elegante para ese barrio de la periferia. Después de meses de solfear y practicar hasta el hartazgo el mismo fragmento de música bajo la mirada atenta de la señora Bonet (que se sacaba el delantal de lavar los platos antes de comenzar con las lecciones de la tarde) y de su gata de angora, podía llegar a participar del concierto al que asistían solamente los padres, los tíos y algún que otro amigo de las respectivas familias de los alumnos. Pero eso no lo sabía entonces, de eso se enteraría mucho más tarde.

Tocar el piano a cuatro manos con Manuel. La gloria. Buscar el teléfono a cuatro manos en la oscuridad: el ridículo. Cuando lo había visto subir al escenario todo engominado y con medias tres cuartos blancas, se juró bajo el gran moño rosa que sujetaba la cascada de larguísimos bucles, que jamás amaría a "otro hombre" en su vida. Y que serían dos concertistas famosos recorriendo un mundo de aplausos como marido y mujer.

Al fin, encontró el teléfono. Hola, dijo, mientras trataba de que su voz sonara a despierta, a que había estado esperando esa llamada toda la noche o toda la madrugada o toda la vida. Hola, repitió, por si no la había oído y casi dice no me hagas esperar porque la espera todo lo destruye. Pero no dijo nada.

Estaba bien: por si no la "había" oído y no "habían" oído. En otra época podía haber sido "habían oído", cuando eran muchos. Antes de Manuel o durante Manuel. Seguro que era un hombre el que llamaba. Las mujeres siempre esperan a que sea de día. Ella nunca había llamado de noche, había aguantado hasta la mañana y entonces ya no tenía necesidad de hablar con nadie. Hacía mucho que no necesitaba a nadie.

- Ya nos conocemos, desconocido -pensó-. Mi voz nos une, es un nexo, una relación.

Se sentía rara semiacostada en la oscuridad, esperando en la cama, con las estrellitas, los círculos, las espirales y las ondas que se acercaban, se alejaban, cambiaban de color y de posición en el aire.

- Hola -insistió, y un silencio espeso, de melaza oscura, avanzó como una marea por la línea telefónica. Su corazón bombeaba como un lento parche de luto. Del otro lado esperan, yo espero, tú esperas, todos esperamos. ¿Qué esperamos, cariño, quedarnos los dos prendidos de este maldito cable? ¿Y si vos fueras el hombre de mi vida y me perdés por no hablar, eh? ¿Qué pasaría? ¿Eh? ¿Y si pudieras rescatarme del piso de linóleo y del revoque desparejo y devolverme el Conservatorio Bonet con Manuel engominado y "los ojos lindos de la nena" y el moño rosa y tus medias blancas y todas las llamadas telefónicas de años atrás? Pero no, seamos razonables, sólo lo ha pensado. ¿O no? Y el corazón que sigue bombeando y las estrellas y los círculos y las ondas que cambian de color y tamaño y la bolsa fría de agua caliente con la que chocan sus pies.

Hola, repitió con voz de terciopelo. ¿Cómo le habían dicho? "Voz de francesa". Eso, voz de francesa. Y el que lo había afirmado (número equivocado, en casa de mamá, con la anacrónica foto de James Dean bajo el vidrio de la mesa de luz) debía de ser gordísimo, pelado (calva reluciente), de ojos ensoñadoramente saltones y bigotes tipo cepillo, cepillo de cerda negra o de cerdo negro, qué más da. Voz de francesa, engolado y libidinoso, imaginándose todas las francesas del Lido, del Quartier Latin, del Montparnasse, todas, sometidas voluptuosamente a su capricho lascivo. Aquella vez había colgado ofendida por el tono de voz y hasta había tenido el impulso de ir a lavarse la oreja. ¡Qué ingenua!

Volvió a insistir, ya un pocó más inquieta, hola. El click sonó en su tímpano como un cañonazo, más brutal que toda la sarta de timbrazos de dos minutos o diez vidas atrás.

Todavía se quedó un rato reclinada, la cabeza apoyada contra la pared fría, sosteniendo el auricular entre el hombro y la oreja, deseando haber oído una voz, algo.

Después, con más tranquilidad, encontró la perilla del velador. Encendió la luz, colgó el auricular, miró el reloj.

Las cinco. Ya faltaba poco para que Manuel volviera del turno noche. Se iba a levantar y poner las zapatillas y el viejo deshabillé marrón para esperarlo, como de costumbre.

Pero no. Hoy no. Y quizás mañana tampoco.

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