Don Hilario (ahora Don, antes Hilario a secas) venía a la Sociedad de Socorros Mutuos desde hacía años. Aunque nunca bailaba, compartía con sus amigos la nostalgia sobre el mantel a cuadros. Aquí la había conocido a la ingrata, recordó por enésima vez, mientras fijaba la vista en el piso de gastados baldosones en damero.
- Usted tiene, si me permite y con todo respeto, unas proporciones celestiales –le había murmurado al oído Hilario joven, sin estar demasiado seguro de qué quería decir con eso, porque “proporciones celestiales” lo había escuchado por la radio capilla del taller.
Ella respondió con una sonrisa, los párpados bajos.
Entonces Hilario, animado, trató de estrechar el abrazo, pero se encontró con la circunferencia de una anatomía que excedió las posibilidades de su exigua humanidad y con una marcada rigidez por parte de su “partenaire”, cosa que lo excitó hasta el paroxismo.
No hablaron más hasta que, al final de la tanda (*), sugirió:
- ¿Puedo invitarla a un copetín un día de éstos?
Ella negó con la cabeza.
-¿Y una Bidú ...?
- Mi mamá ... –murmuró ella. Mientras la acompañaba de vuelta a la mesa, Hilario siguió la dirección de su mirada. Dos ojitos de brillo siniestro lo medían desde el fondo de gruesos párpados. La boca, ese pequeño orificio empastado de carmín, se distendía en una sonrisita sitiada por las carnosas mejillas. Él tragó saliva.
- También a su mamá, si lo prefiere ...
Les convidó una pastilla de menta Renomé de un paquete recién abierto y se volvió, correcto, presintiendo a sus espaldas los codazos y cuchicheos de madre e hija.
Los tres salieron a pasear varias veces: Hilario tomando delicadamente del codo a la madre, la hija enganchada del otro brazo de su progenitora. La muchacha apenas hablaba.
- ¡Qué lindo que está el río como para tomarse algo fresco con platitos, no? – decía la señora, y aunque no había río a la vista, tomaban algo fresco con platitos.
Pasaron semanas.
Hilario bailaba, como correspondía, una sola tanda con la joven. También les mandaba una botella de sidra a la mesa, como atención. Una vez por semana. Pastillas. Salidas de a tres. Ella, callada, mansa resistencia durante el baile, pero resistencia al fin. Él, desesperado, muy desesperado.
- ¿Cómo anda, joven?
- Muy bien, señora (inclinándose).
- Sin embargo, se lo ve ojeroso. ¡Estos hombres solteros! –y sacudía el índice regordete en el aire. Él la odiaba.
- Mucho trabajo, señora, mucho trabajo.
Copetín. Acompañar a casa. Hasta la próxima salida. Una noche, pero fue una sola, él volvió a casa pateando los tachos de basura.
Caminaban mucho los tres juntos, siempre en la misma formación: Hilario tomando delicadamente del codo a la madre, la hija enganchada del otro brazo de su progenitora. La muchacha apenas hablaba. Cierta tarde, Hilario sintió que la madre le pasaba la mano por la mejilla. “Disculpe, dijo, le quité una basurita”.
Pasaron más semanas.
Cada vez que frente al espejo Hilario se acomodaba con Glostora la onda sobre la sien o hacía y deshacía el nudo del lengue hasta encontrar la caída justa o elegía el zarzo de latón con piedra de vidrio al tono para su dedo meñique, cada vez, se repetía “hoy se me da”.
Y de nuevo era una vuelta en mateo desde Palermo hasta San Isidro y regreso hasta el Riachuelo. Sí, una fiesta para los mosquitos. Y la señora que repetía ¡qué buen aire! ¡respiren hondo, respiren hondo que es bueno para la salud! Hilario alcanzaba a divisar, al lado de la oronda anatomía de la madre que presionaba contra la exigua de él, las castas redondeces de su amada, allá lejos, en el otro extremo del asiento. Él desviaba la vista porque empezaba a transpirar más de la cuenta.
- ¡Ay, qué ganas de comer una manzana acaramelada! – soñaba la señora. Y ahí compraba Hilario las famosas manzanas.
Hoy se me da, de hoy no pasa, se prometió Hilario esa noche, cuando entró a la Sociedad de Socorros Mutuos. Vio a la madre sola.
- Perdón, señora, no quisiera incomodarla, pero ¿y su hija?
- Se casó la semana pasada –Hilario tragó saliva mientras seguía escuchando-, ¿no le dijo que estaba noviando con un viajante? Pero, si gusta -agregó, ronroneando, la señora- podemos bailar nosotros ...
De esa fatídica noche a Hilario le quedaron un recuerdo inolvidable y un cartón de pastillas Renomé que le había comprado a un mayorista en golosinas.
Tanda: serie de tres o cuatro piezas bailables seguidas (tango, milonga o vals).
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