No era la primera vez que Absalón oía discutir en el edificio de enfrente. Recordó cómo pocos meses antes la pareja había entrado corriendo, perseguida por la lluvia de arroz que le arrojaba un grupo de amigos.
Absalón se sentaba a la ventana para distraerse. Tenía ateroesclerosis y no podía caminar.
- Necesitan un susto -pensó en la pareja-. Algo que los ponga a prueba ... un incendio ... chico-. Y se distrajo con un caniche blanco que venía saludando metódicamente todos los umbrales de la cuadra.
- ¡Fuego! -gritó alguien-. ¡Fuego! ¡Allí!
Humo que salía del balcón de la pelea. Y los bomberos. Y el tránsito cortado. Y Absalón aferrado a la reja de su balcón francés.
- Que sea chico. Yo dije que fuera chico.
Al rato la calle estaba en calma. Sólo quedaba la pareja joven tomada de la mano.
Cuando se fue a dormir, Absalón tenía por delante como una pantalla por la que pasaban todas las imágenes de la tierra. Vio dos monos en las ramas de un baobab, un pincel mojado en óleo a la luz de una vela, una mujer acunando a su hijo, una flor que se abría bajo el rayo de la luna, la lluvia sobre un pueblo de techos de cinc, un mosaico turquesa en la mezquita de Hagia Sofía. Vio todo eso y mucho más hasta que los cuadros de su vigilia se confundieron con los de sus sueños y sólo el golpe suave a la puerta del dormitorio lo devolvió a una mañana de sol.
Después del almuerzo, su nieto José, palmeándolo de pasada, le dijo:
- Chau, abuelo, me voy a Escobar -y se alejó, jinete de casco plateado sobre su moto roja. Lo vio partir como una figura del Antiguo Testamento.
La tarde se desgranaba lentamente por Agüero hasta que el chirrido largo de una frenada cercana arrancó a Absalón de su modorra. Se asomó para observar la calle hacia arriba y hacia abajo: no había autos. El sonido se prolongaba. Cerró los ojos por la violencia de la impresión y vio una larga cinta de asfalto en la que derrapaba la moto roja de José. El casco plateado despedía chispas contra el piso.
- ¡Que no sea nada! ¡Que no sea nada! -dijo, mirando el espejismo que de a poco se iba difuminando para desaparecer como absorbido por los adoquines de la calle Agüero. Se quedó levantado hasta medianoche. José volvió más tarde, pero volvió. Tenía raspadas partes de la ropa y del casco.
- No fue nada, abuelo -lo saludó cuando sus miradas se cruzaron.
Esa noche Absalón se sintió más fuerte y no le costó caminar hasta su cama. Insomne, su habitación lo sorprendió con imágenes prodigiosas. Tuvo tiempo de asociar lo ocurrido con el cumplimiento de sus deseos. Se levantó dispuesto a poner a prueba sus sospechas.
A diferentes horas, en momentos distintos, trataba de cambiar los acontecimientos con su voluntad. No hubo resultados positivos. Entonces volvió a reconstruir las dos situaciones anteriores y recordó que había estado sentado en el balcón francés, bajo la gran ventana con arco de medio punto. Probó.
- Volver a casa -anunció a la familia. "Casa" eran las colinas de su tierra natal.
- No, por tu ateroesclerosis -le contestaron cuando anunció sus intenciones. A los días llegó un pasaje a su nombre, de procedencia desonocida.
Absalón viajó. Fue quizás lo único que deseó para sí en todo el tiempo que duró la experiencia. Pero la aventura no le causó placer: ¡vio tantos estragos originados en una guerra sin sentido! Decidió hacerse enviar lo que necesitaba para obrar milagros. Como si fuera un magnate auténtico, amenazó a la familia con desheredarla si no le mandaban el marco de la ventana y el balcón francés de inmediato. Nadie sabía si la amenaza tenía fundamento, pero se apuraron a obedecer ... y a dejar el hueco en la pared por si se le ocurría regresar.
El viejo apareció en plazas y caminos bajo la estructura de su ventana que lo enmarcaba asomado a un balcón huérfano de casa. Lo consideraban loco bajo el sol del desierto o a orillas del mar; nadie se dio cuenta de los milagros que realizaba el anciano de túnica blanca y cara impasible. Usaba la túnica para impresionar y al principio se rapó la cabeza, pero después de una terrible insolación se convenció de que la época de los profetas pertenecía al pasado. O que, por lo menos, necesitaba aclimatarse.
Comprobó que su poder sólo controlaba destinos individuales, no la guerra. También colocó un bol de cobre junto a su silla y reunió gran cantidad de monedas sin valor nominal, pero muy bonitas. Tomó la costumbre de monologar cuando caía el sol porque sabía que la ventana estaba viva.
Un buen día se hartó de la arena que se le colaba por entre los pliegues de la ropa y los dedos de los pies, y del turbante que se le caía a cada rato. Extrañaba. Volvió a la calle Agüero con el balcón y la ventana a cuestas. En la aduana desconfiaron de su cordura, pero recordó -de cuando pregonaba sábanas por la calle- que la gente compra lo que uno vende. Y puso cara de sabio y lo dejaron pasar.
Se reinstaló en su casa y multiplicó el ritmo de los milagros. A veces, hundía la mano en la bolsa de monedas que había recogido y que se habían multiplicado como los panes y los peces. Para disimular los monólogos, se procuró un rosario.
A poco empezó a notar que aquellos a los que había salvado de un peligro, reincidían en la misma conducta que los llevaría de nuevo a la catástrofe. Era agotador. Empezó a desear un descanso. O un relevo. Eligió candidatos que le parecieron adecuados. A cada uno le explicó los poderes de esa estructura. Todos reaccionaron igual: no querían. Preparó papelitos para sortearla en Nochebuena. Ninguno fue el favorecido. Llamó a un corralón. Cuando vieron las proporciones, dijeron que el flete iba a ser más caro que el balcón y la ventana. Los ofreció a organizaciones caritativas, a museos. Usted comprenderá ... el espacio. Cabía intentar la posibilidad última: repetir los gestos que concretaban su voluntad bajo la misma ventana.
Él ya ni se asomaba: miraba televisión de espaldas al balcón para no tentarse con las ganas de arreglar el mundo. Hasta prohibió que abrieran los postigos, que los pintaran, ni pasarles el plumero. Tiró el rosario, no monologaba. Los desconcertó. Primero había hecho cruzar el océano y ahora ni se acercaba a la estructura.
Una tarde le avisaron que se construía la autopista Diagonal Norte - Pacífico y que expropiaban la casa. Cuando vinieron los tasadores lloriqueó y obtuvo el precio más alto. Se fueron la ventana, el balcón francés, la casa.
Absalón vive, sin ateroesclerosis, cerca del Cinturón Ecológico gracias a la indemnización y a las monedas sin valor nominal que pesaban una barbaridad.
Mientras tanto, en un potrero de los suburbios, la estructura de metal se va oxidando. Los chicos del barrio la usan como arco para jugar al fútbol, pero de noche el arquero se desvela viendo monos en las ramas de un baobab o flores que se abren bajo el rayo de la luna o un mosaico de la mezquita de Hagia Sofia o la lluvia sobre un pueblo de techos de zinc.
Las madres están convencidas de que la culpa la tienen las series de televisión que hacen fantasear a sus hijos.
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