31 de enero de 2009

La espera

Con tan poca luz, apenas me veo en el es­pejo del baño de la tanguería. El platinado de la tintura confunde las canas. Contro­lo mi vestido de brocato (*) y recuerdo el día lejano en que fui al Centro con la mo­dista, a comprar la tela. En el local nos ofre­cieron asiento para poder elegir cómodas. El vendedor (después, para mí, el Pardo) tomó el cilindro de brocato con la izquierda y con dos dedos de la derecha sostuvo el borde la tela. Mirándome fijo a los ojos, pegó un tirón y la tela se aglobó como la vela de un barco soplada por la brisa. Yo dije que sí.

“Tá lindo el vestido” comenta la cuidadora del baño. Nos conocernos desde cuando el Pardo me trajo a esta milonga por primera vez. Cuando bailábamos, él apoyaba su patilla áspera contra mi sien. Yo no movía la cabeza porque en ese pedacito de piel se juntaban el cielo y el infierno. Era una agonía feliz. Todos creían que había mucho más que su mano demorada unos segundos sobre mi espalda después de que la música había terminado, pero era sólo eso. Apenas eso y me bastaba.
Ningún otro me sacó a bailar. Nunca. Yo era del Pardo, sólo para él. Las otras mujeres lo pretendían. Y los hombres … los hombres les hablaban de mí. Ninguna, les decían, podía ser como yo. Me llamaban la elegida.
Eran pocas las noches en que el Pardo me cabeceaba. Yo sonreía. Él venía hacia mí. Yo descruzaba las manos crispadas sobre mi falda, me ponía de pie, nos abrazábamos en el primer compás. Diez minutos de tango, doce, que me ayudaban a se­guir viva hasta que él, alguna otra vez, volviera a elegirme. Seguí ocupando la misma mesa, noche tras noche.
Una madrugada la cuidadora del baño -ha­ce mucho- me dijo: “No viene más. Se fue a ‘Nortamérica’ con la señora que’stá enferma”. No le creí. Así, sin despedirse, sin decir nada... el Pardo no.
Desde entonces, los otros pasan frente a mi mesa, me saludan. Algunos son jóvenes, no los he visto nunca. Se acercan pa­ra hablarme. Si desde lejos cabecean porque quieren bailar conmigo, miro para otro lado: yo soy del Pardo.
Hasta esta noche.
Lo veo entrar y lo reconozco.
Es él, con el pelo blanco, pero es él. A pesar de los años que han pasado, vino por mí. No me podía fallar el Pardo.
Nuestras miradas se buscan y se encuentran y quedan soldadas como los eslabones de una cadena.
Cabecea.
Sonrío.
Avanza.
Está frente a mí. Su sombra cae sobre mis zapatos.
Me incorporo, nos abrazamos. Su perfume, su mano sobre mi espalda, su patilla contra mi sien. Mi corazón y el de él se atropellan.
Tiemblo.
El cielo y el infierno durante unos pocos minutos.
Como lo fue siempre.
Como será para siempre.

(*) Brocato: tela en boga en los años cincuenta utilizada para vestidos de fiesta.

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