17 de febrero de 2009

La mujer del dinamitero



Así la llamaban allá en las sierras. Pero no es para decirle esto, doctor, que mi abuela pidió que lo interrumpiera en la lectura del testamento del viejo. No: ella quiere que le cuente lo que pasó por esa época.
La pareja había llegado a las minas por un capricho del marido, supone ella, porque mi abuelo nunca le dio el motivo de sus decisiones. Ni entonces ni después.
Se instalaron en una casa apartada, con jardín y una bougainvillea. De día, un sol de cerámica quemaba tanto el suelo, que el camino frente a la ventana parecía un ladrillo calcinado desde las sierras hasta el pueblo. Sólo el aire reverberante se agitaba con las explosiones regulares que des­garraban las entrañas de la tierra. De noche, el viento frío ululaba en los postigos de las ventanas.
Mi abuela salía al camino en la quietud de la tardecita para esperar al dinamitero. Cuando pasaba la cuadrilla, él se desprendía de sus compinches y con un gesto posesivo, la empujaba casi hasta el umbral de la cocina.

Así fue por meses: calor y soledad y la presencia invisible del marido en las explosiones intermitentes.
Un día apareció en la cuadrilla un hombre nuevo, pero no saludó como los otros. De ahí en adelante la mujer los esperaba a ambos. Oteaba el horizonte y cuando veía al grupo asomarse en una curva, el corazón le latía como los postigos en la noche.
Fue el infierno. Antes de la llegada del hombre, sus pensamientos habían recorrido el perímetro delimitado por el alambrado del terreno. Ahora se le escapaban en mil direcciones desconocidas o se paralizaban en un solo punto. Ya podía pasarse largo rato observando el vuelo de un moscardón o la siesta inmóvil de una lagartija. Ya se quedaba, la plancha en suspenso, tratando de adivinar la cara pálida del desconocido en la penumbra de la mina. Hasta que una explosión la sacudía: un paso en falso, pensaba, una señal mal interpretada y ya no lo vería más. O sí, pero en angarillas que otros transportaban. La imaginación le repetía la ronca sirena de alarma que había oído una sola vez hasta entonces. Como si fuera cierto lo pensado, corría hasta la ventana para atisbar alguna señal de desastre. No ocurría nada, pero oscuros presentimientos se le agolpa­ban en el pecho y se juraba a sí misma convencer al marido para que se fueran de ahí. Pero este proyecto duraba lo que un suspiro y volvía a quedarse mirando un punto en el vacío que, de a poco, cobraba los rasgos del hombre. La azoraba este rebullir de sus sentimientos, antes quietos como aguas estancadas. Las nociones que había tenido bien aferradas con su sentido común se le dispersaban sin remedio. Sólo quedaban la inquietud, como una levadura fluida, y el miedo. Inquietud porque algo estaba cambiando en ella y miedo al dolor que este cambio le pudiera producir.
Cada atardecer daba gracias al cielo cuando él pasaba.
Y era el comienzo de nuevas preocupaciones: la picadura de un escorpión (que abundaban), una pelea por juego, ésas que comienzan como entretenimiento y terminan con las hojas desenvainadas como palabras agudas. Y siempre imagi­naba que el detonante para la pelea era su propio nombre o algo referido a ella. Sin embargo, le quedaba suficiente lucidez para reconocer que sólo su miedo le hacía generar estas imágenes amargas que la mantenían despierta, la cabeza escondida en la almohada para disimular el anhelo que ningún cansancio del mundo podía apagar.
Todos estos espejismos desaparecieron como un cristal hecho trizas la primera vez que se encontraron a solas, en medio de las sierras.
El viento gemía allá arriba y a ras del suelo ellos se transformaban en miel, en onda, en garra. Por segundos iban naciendo a una vida nueva. El hombre ya no era oscuridad y silencio, sino mar y lluvia. Y la joven. . . nada quedaba de su mirada pequeña. Acrecida el alma en un destino de surco, desafiaba con su plenitud al desierto todo. Fue asomarse a un mundo insospechado, más claro y más amplio, donde todo cobraba la fuerza que cada uno había guardado escondida como un manantial prisionero. Era el cambio presentido, la rotura de una vieja cáscara que daba espacio a otra forma más plena. Ya no temía por él: era como si se hubieran amalgamado por mitades en un uno indestructible.
Los encuentros se multiplicaban y les era cada vez más difícil separarse. No hablaban casi, prolongando la magia de la sabiduría compartida. El paisaje callaba para atender a esa mutua compenetración sin palabras.
Por verlo, la mujer empezó a ir al pueblo con mayor frecuencia. Sabía que el amante tallaba madera en los ratos de ocio. Formas suaves que eran ajenas a la naturaleza del lugar. Ella pasaba frente a la casa de él, como si no lo conociera, pero espiando de reojo las manos ásperas que redondeaban la obra. Caminaba más lentamente para alar­gar la emoción. Apenas podía dominar un impulso terrible de correr hasta aquellas manos y dejarse moldear, como otras veces en las sierras. Él notaba todo esto y golpeaba fuerte las gubias o los trozos de madera para avisarle del peligro que corrían si alguien se daba cuenta. Eso era suficiente: ella apretaba el paso, sacudía las faldas que se le habían pegado a los muslos y se perdía de nuevo en el camino de regreso.
Hasta que se volvían a encontrar bajo el gran peñasco de siempre que los protegía del sol.
Así pasó el verano: los días que los separaban eran más muerte que vida y ninguno de los dos podía soportar la falta del otro. Ya no se conformaban con las escapadas furtivas y el tiempo racionado. Les quedaban chicos el alambrado de la casa y los túneles de las minas. Hasta las montañas que estrechaban el horizonte, parecían ahogarlos en un círculo que los aplastaba.
Decidieron irse juntos. Ella se iba a escapar de su casa al amanecer, acordaron, y se encontrarían en el próximo pueblo.
De ahí en más, el futuro.
La víspera de la huida no pudo dormir. Acodada en la cama, observaba el perfil del dinamitero a la luz de la luna que penetraba por las tablas mal ensambladas de los posti­gos. Le pareció muy solo en su sueño, pero enseguida se dijo que otra mujer no tardaría en ocupar el lugar que ella dejaría vacío.
El día transcurrió como todos.
A la media tarde, un gran ruido hizo vibrar la casa.
Ella corrió al camino sin respirar: por el lado de las minas, se elevaba una nube blanca. Era su pesadilla de otro tiempo hecha realidad. De un golpe se juntaron los fragmen­tos de horror que la felicidad había echado a los cuatro vientos para componer el cuadro intacto de su obsesión.
Se apoyó en el poste que sostenía la puerta por no caer. Cerró los ojos al oír la voz ronca de una sirena taladrando el silencio. Que faltaba poco para completar la oscura pesadilla, se dijo.
Un presentimiento la deslumbró como un relámpago. ¿Y si el dinamitero se hubiera dado cuenta? ¿Y si por eso ahora, él, su tigre, estuviera sepultado bajo toneladas de roca?
Sí, eso es lo que habría pasado. Su autodominio, largamente entrenado en el ocultamiento de la pasión, vaciló.
Rogó con la misma vehemencia con que se había entregado en el desierto: su vida por la de él.
Repitió la oración hasta que oyó voces que se acerca­ban. No quiso salirles al encuentro: debía ahogar ese grito que le brotaba desde lo más hondo.
El grupo no siguió hacia el pueblo: se detuvo frente a ella. No, si se lo traían así a su casa no aguantaría. Alguien se le acercó a contarle algo que no alcanzó a comprender.
Se abrieron para darle lugar: hecho un guiñapo de sangre y tierra vio al dinamitero. Aún vivía.
Lo depositaron en la cama, suavemente, para que el frágil resto de vida no se le quebrara. Después, los dejaron más solos que nunca.
Todavía como en sueños, le lavó y vendó las heridas. Él apenas respiraba. La mujer pensó en el tren que partiría esa madrugada. Recordó los encuentros entre las piedras y las breñas, y la fuerza y la alegría de vivir más allá de sí misma, uno en el otro. Evocó el rostro de su amante, que de tan oscuro y silencioso que era, se transfiguraba como iluminado por dentro cuando la veía llegar a la cita.
Vio al dinamitero, tal vez ya inválido. Pero eso no importaba: le miró las manos, dura piedra que toma y no da. Después observó las suyas. Una marea oscura le fue encenagando el alma. Sus pensamientos eran cuervos que revoloteaban en círculo alrededor de una idea que iba cobrando forma.
Se fue inclinando sobre el hombre. Los dedos rodearon el cuello del herido.
Entonces el dinamitero la llamó. La llamó por su nombre (nunca lo había hecho antes). Quedamente la nombró. Al abrir los ojos la vio inclinada sobre él. Quizás presintió lo que estaba pasando por el corazón de la mujer, tal vez el peso de los dedos en el cuello lo puso en guardia o no, puede ser que realmente lo único que quería era eso que le estaba pidiendo:
- ¡Ayudame!- alcanzó a decirle antes de quedar inconsciente de nuevo.
Ella, mi abuela, recuerda que le acomodó la almohada, las sábanas. Cuando se dio vuelta, no sabe después de cuánto tiempo, su amante estaba parado en el hueco de la puerta. Traía una valija.
-Me voy ahora -anunció-. ¿Donde te he de esperar? (aunque ya sabía la respuesta).
La mujer se recordó a sí misma apoyada en el poste y la oración que había repetido para torcer la suerte: mi vida por la de él. '
-Me quedo- dijo.
Antes de darse un último beso bajo el paraguas de la bougainvillea, él le mencionó algo respecto del amor, algo que entendió mucho más tarde:
-No te olvides que el amor es como el fuego -le advirtió- que alumbra a todos por igual, sin importar de qué combustible surgió.
Cuando se separaron, la mujer sintió que la vida se le iba tras su hombre. Lo miró alejarse por el camino.
El dinamitero se salvó.
Pasó mucho tiempo convaleciente contando las explo­siones que se sucedían como trozos de tiempo. Su mujer iba y venía, obedeciendo las órdenes que él le impartía desde la cama. De a ratos, salía al camino y se quedaba mirando el horizonte. Y se demoraba hasta que la voz de él la hacía entrar. El dinamitero la miraba de forma extraña y en algunas ocasiones parecía que iba a decirle algo, pero se detenía.
Con el tiempo, la mujer aprendió a olvidar al ausente.
Aprendió eso y a no imaginarse que otra estaría ocupando su lugar en los brazos que ella había dejado partir vacíos. Cuando esto ocurría, una mano áspera buscaba la suya en la oscuridad. Y había un torpe intento de caricia en el encuentro. Al principio a ella no le importó. Pero una vez, cuando menos lo esperaba, la pasión volvió a encenderle las venas. La vieja magia del deseo brotó imperiosamente. Entonces se pegó casi con desesperación de ahogado al cuerpo que imponía la fiesta del despertar a sus sentidos adormecidos por la pena.
Se aferró a él con la sabiduría ciega que le dictaba no sabía si el compás de su sangre o el ritmo aprendido bajo el gran peñasco que la había cobijado en otro tiempo. Esa noche todo se confundió: el pasado, el presente, el dinamitero y el otro, el desierto de mediodía y su habitación a oscuras, las explosiones de la mina y su propia conmoción final que la precipitó a un universo vertiginoso, lo único real que le correspondía por derecho propio.
Y empezó a comprender la frase de despedida, la que le habían dicho comparando al amor con el fuego. Era como si él, su amante, al aparecer y alejarse de su vida, le hubiera abierto los ojos y el alma. Sólo que en el primer dolor de la separación no lo supo.
Años después nació el primogénito, mi padre, y le si­guieron los demás hermanos.
Le conté todo esto doctor, para que usted supiera por qué ella dijo eso cuando abrieron el testamen­to del viejo.
Porque recién entonces nos enteramos (y ella también) de que el abuelo había tenido otros dos muchachos con una del pueblo, antes de que todo esto ocurriera. Seguramente era eso lo que él le había querido contar y nunca se atrevió.
Creo que ahora entenderemos todos por qué la abuela pidió que vinieran ellos dos también “así les voy a enseñar a todos (dijo) cómo vivimos los ladrones del fuego".


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