11 de enero de 2009

Elohim, Elohim

Hace muchas semanas -antes de que yo tomara mi morral y partiera como un ladrón al filo del amanecer- me contaron que fueron a buscar al joven Maestro para que Él me trajera de vuelta.
Mis hermanas me necesitaban. Pero yo también deseaba el descanso después de la batalla.

Recuerdo claramente que había alcanzado la culminación de mi tiempo con una medida conformidad. Era casi voluntaria la curiosidad o resignación con que me dejé arrastrar hacia el final por el fluir monótono de las horas. Cuando salí de esa larga y tibia noche en que la debilidad me había sumergido, oí llantos alrededor de mi lecho, el tímido crepitar de una lámpara de aceite. Llegué a entrever la fina espada de luz al colarse por un agujero del muro. Tal vez algún moscardón irisado se posó cerca de mi cara y recordé los penachos de los legionarios del emperador que venían marchando por los caminos de Judea con sus estandartes y trompetas, arrasando como langostas todo cuanto se les interpusiera, sembrando las callejas de la ciudad con su lengua dura, áspera como el espíritu de los cambistas del templo.
Yo estaba cansado de los duelos por un talento de plata, de la luz que carcome las cosechas y los párpados, de los ladrones condenados por robar pan. La vida era una enfermedad más contra la cual ya no podía ni quería luchar. Me iba hundiendo gozoso en la noche.
Pero no era posible. Manos para otros piadosas me zamarrearon, trataron de introducirme caldos y zumos en la boca. Deseaban hacerme volver. Y yo apreté las mandíbulas con lo que me quedaba de fuerzas. Esas manos me aferraban como una cuerda a una voluntad extraña.
Me hundí en la noche como si ella me tirara de los pies y yo fuera bajando a su encuentro. Hasta que no sentí nada más.
No sé cuánto tiempo pasé en la oscuridad.
Pero alguien quebró el silencio. Al principio fue igual al susurro del viento entre los olivos. Después, como la canción lejana de los pastores en los montes.
- ¡Lázaro! ¡Lázaro! -me reclamaba.
Resistí. Traté de dejarme caer como una piedra que vuelve al abismo. Pero la voz era suave y poderosa. Ella pudo contra la muerte. Olí mi propia carne fragante de ungüentos. Sentí los pies helados y las manos atenaceadas por mil ortigas que me anunciaron la vuelta a la vida. Las rocas susurraron: "Vé afuera ... vé afuera..."
El abismo me vomitó.
Y afuera encontré a los que me necesitaban por yo "aún hacía falta". Al que me llamó, a los curiosos que lo seguían a todas partes, a los hambrientos de prodigios porque la monotonía de sus vidas necesitaba historias que la quebraran. Algo dijo el joven Maestro que no entendí. Me dolían los brazos y las piernas de no usarlos. Yo era un leño entumecido por el esfuerzo de la resistencia estéril.
Regresé a casa.
Me acosté deseoso de recuperar la paz revelada. El sueño había huido de mis párpados y lo que en la agonía fuera espada de luz a través del muro, ahora se me presentaba llovizna de diminutos denarios. Cerré los ojos para dormir. Pero como si hubiera descansado por demás durante el tiempo de mi muerte, el sueño no quiso volver. El canto de los pájaros se convirtió en largas hebras sonoras que invadieron mis oídos. Llegué a oler el pasaje de una abeja y, en la oscuridad, vi las crías de una araña emerger de la tela. Mis sentidos se habían agudizado.
Poco después hubo un banquete. Me senté a la mesa con el Maestro. Quise decirle mi secreto deseo: volver al sueño del que me había llamado. Llegó María con el jarro de alabastro (no sé cuándo compró la libra de nardo a los mercaderes del desierto). Pero al ungir los pies del Profeta, el perfume me obnubiló y el ansia de descanso se convirtió en oscuridad espesa.
Desperté en mi lecho, cuando la casa estaba en calma. Decidí buscarlo por los caminos. Tomé mi morral y hui como un ladrón.
Una mañana me acerqué a una fuente. Las jóvenes huyeron cuando me vieron venir sin importarles los cántaros perdido o rotos. En las afueras de los caseríos los perros retroceden erizados y gruñendo al olerme. Pero no atacan. Saben que sus colmillos no podrán rasgar mi piel enjuta.
Recorro la faz de la tierra. Las señas que me dan son inútiles: si llego al lugar en que estaba, Él ya partió, o si le salgo al encuentro, cambió de rumbo. No tengo hambre ni sed ni cansancio. Si pasa una caravana, embozado, pregunto por Él. Me cruzo con grupos ruidosos que lo han visto o que saben de alguien que lo conoció. Cierta vez me asomé al borde de un precipio: no di el paso necesario. Detesto la violencia de las piedras y el vuelo circular de los buitres. Nada deseo fuera de aquella paz tan breve que tuve. El anhelo es una brasa que me empuja.
Cuando me detengo a la luz de la luna, me parece que el viento del desierto lo trae hacia mí envuelto en los pliegues de su manto cárdeno. Y sueño o imagino que me arrojo a sus plantas y que Él todo lo comprende. Y concede. Es un espejismo. La tierra queda desnuda y la luz plateada devora las sombras como para que yo no vacile y siga marchando.
Ayer pasé por una aldea de pescadores. Contaban que el cielo se oscureció en pleno día cuando lo clavaron en un madero, como a un criminal. Oí decir, también, que los soldados romanos echaron suertes sobre sus ropas.
No lo creo, porque lo recuerdo poderoso.
Iré a los montes, mis sandalias seguirán ahondando los caminos y las doncellas volverán a huir ante mi piel amarilla de ungüentos.
Hasta que te encuentre, Señor, hasta que te encuentre.
Oyó que los pasos. Ed. Corregidor.

No hay comentarios: