8 de junio de 2008

LA TIGRA

He venido a buscar la historia de mi padre con la Tigra.

Antes de abandonarnos, él solía viajar a este pueblo perdido de la mano de Dios.

Fumo mientras miro por la ventana de la pensión donde me alojo desde que llegué. No ha dejado de llover. La dueña, una belleza pretérita alguna década mayor que yo, teje. Soy el único huésped. De a ratos se levanta y me prepara un café o me ceba mate.

Las pocas casas parecen deshacerse en la bruma que brota de las calles empantanadas.

- Realmente ¿nunca oyó hablar de mi padre? ¿Seguro que no lo conoció?

- No sé.

- Míreme bien. Dicen que soy su vivo retrato.

Me observa una vez más, como si no me hubiera visto nunca. Calla. "El ojo del amo engorda la hacienda" dicen que decía mi padre. Y viajaba.

- Una madrugada anunció que no volvería a casa.

La dueña de la pensión interrumpe el tejido, clava su mirada en el mate que sostengo entre mis manos.

- Se le enfría, termínelo.

Ella le tiró algo frágil, cuentan, tal vez un florero, hubo un gran estrépito en la oscuridad. Sé que me desperté gritando y aún hoy, tantos años más tarde, amanezco así, gritando porque un ruido de vidrios rotos me ha sobresaltado.

- ¿Le gustan los ravioles caseros? Tengo buena mano para amasar y la noche va a estar justo ...

Se levanta y va hacia la cocina.

- ¡No me interrumpa! -ordeno. Son muchos años de callar, pienso. Y después- Por favor ...

Ella regresa a su asiento y con las manos sobre la falda no me quita los ojos de encima. Es bella, descubro.

- Esa otra mujer, la Tigra, nos fue despojando de a poco a través de mi padre. Primero fue hacienda en pie, después campos, más tarde las casas. Un día mi madre volvió del banco llorando: no quedaba nada, absolutamente nada en la cuenta. Empezó a desvariar. Salía de casa y había que buscarla en los hospitales, en las comisarías. Mi tía me llevó a vivir con ella. Yo apenas había cumplido los dos años, así que todo esto me lo contaron después. Varias veces me lo contaron. "Para que no salgas a tu padre" sermoneaba mi tía. No tengo ninguna foto de él, pero dicen que somos iguales. Por eso, si usted es de por aquí, debería haberlo visto.

- No sé -contesta-, en la época de la que usted me habla yo tenía otras preocupaciones.

- ¿Cuáles?

Se encoge de hombros, sonríe apenas, me ceba otro mate.

- ¿Prefiere un poco de vino o de licor casero?

Elijo. La miro alejarse hacia el bargueño, seleccionar dos copas. Las repasa con una servilleta, toma una botella y vuelve a su silla.

- ¿Qué mira?

- Nada.

Nada miro, pero igual me sorprende. Compruebo que no se mueve: se desliza como si el aire no presentara oposición o como si no existiera la fuerza de gravedad.

Afuera sigue lloviendo. Un perro todo encostrado de barro se sacude.

- ¿Para qué la busca?

- Para matarla -digo.

Tal como la hubiera matado mi madre. Más tarde, solo en mi habitación, no puedo dormirme. Oigo el tambor de la lluvia sobre una chapa cercana. En la pared veo reflejada la luz incierta que se filtra por las celosías.

Tengo su cuello entre mis manos y aprieto despacito, con más fuerza, más fuerte, oigo la voz de mi madre. Un ruido y sangre. Veo sangre por primera vez deslizándose por el piso. Grito. Tengo miedo. Un arrullo me rescata del pozo en el que me he hundido.

- Cálmese -me dice-. Está en su cama, tranquilo.

Me acuna. Estoy todo transpirado, tiemblo. Es tierna y blanda como un nido.

- Ayúdeme a encontrarla -suplico.

- Voy a prepararle un té.

A la mañana siguiente todo ha pasado.

La lluvia se transformó en llovizna deshilachada por tantos días de temporal.

- Desde que construyeron la represa no ha dejado de llover -dice ella.

La había observado desde la ruta: una enorme pared de agua arrojada al vacío por cañerías inmensas alimenta ese azogue infinito del que no se ve la otra orilla.

Entreabro la ventana para que escape el humo de mis cigarrillos. Sólo entra más humedad y empaña hasta el aire que respiramos. El mate y el silencio van y vienen tejiendo una tela invisible. Ella se levanta para encender la luz.

- ¿Y usted? -pregunto.

- Yo nada. Era rica, mi hombre también. Éramos felices, los dos. Hasta que hicieron esa represa aguas arriba. Nos advirtieron que se iba a inundar todo, que nos fuéramos. Pero él no quiso irse. Y el día que abrieron las compuertas para sepultar el antiguo pueblo, salió a peleársela al agua. Así dijo "a peleársela al agua". Se paró junto a la iglesia, no pudieron moverlo. Cuando el nivel llegó al campanario, la campana empezó a sonar. A veces, según cómo sopla el viento, la oigo. Se me figura que él la está agitando.

- ¿Era de aquí?

Me clava su mirada oblicua y de pronto no me importa la respuesta.

No, no éramos de aquí.

Esa noche sueño con campanas. El agua viene, avanza sobre mí. No puedo moverme. Voy a ahogarme porque estoy atado. Me va a tapar. Grito. Alguien me alza por el pelo. Abro los ojos. Ella, sentada al borde de la cama, me está acariciando la cabeza.

- ¿Los vidrios rotos?

- No. Campanas, y el agua.

- Por eso no me voy de aquí -murmura y no deja de acariciarme. El camisón se le ha entreabierto y veo su piel tersa. Hace días que no me afeito-. Creo, me imagino, que algún día volverá.

No deja de mirarme.

- Ayúdeme a encontrarla.

- ¿A quién?

- A la Tigra.

- No puedo.

Cierro los ojos. La siento tan cerca, sé que vibra, su calor me llega a través de las cobijas. La presiento sabia, honda. Con los párpados cerrados siento la protección de su mirada oblicua, dorada. Me hundo en un sueño intranquilo.

A la mañana siguiente veo que ha encendido el brasero.

- Hay demasiada humedad -comenta y se arrebuja en un gran pañolón de lana que la envuelve como una vaina. La veo ir y venir con gracia felina.

- ¿Y usted?

Se ríe corto, amargo. "Con lo que me pagó el gobierno compré esta tapera. Creo, me imagino, que algún día él volverá" insiste.

Ahora, a la luz mortecina de la mañana, la idea parece ridícula. Estoy por decirlo, pero ella se da vuelta y me mira sin parpadear.

- ¿Prefiere tostadas o galleta?

Callo. Sigo contemplando su figura de ánfora que acentúa el pañolón ceñido sobre sus hombros y alrededor de sus caderas.

Esa noche, por primera vez, me dormí en sus brazos contemplando las imágenes fantásticas que la humedad había dibujado en la pared. Acerté: es sabia en el amor.

Sigue lloviendo.

Cada mañana me rebelo y prometo, es mi último día, ya no la voy a encontrar.

Ella duda.

- Quién sabe ...

Cada noche acaricio su cuello, suave y largo, sus hombros. Cada noche nuestro amor se parece más a nosotros mismos.

Oigo un lejano tañido de campanas y, mientras me duermo agotado, repito mañana -en cuanto pare la lluvia- partiré.


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Mención Concurso de Cuentos "Victoria Ocampo 2004"
Antología "Los Cuentos"-Ed.Victoria Ocampo, Buenos Aires, 2006

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