22 de julio de 2009

Una noche real

En aquel lejano tiempo, este rey y su reina se amaban intensamente. Pero un soldado de la guardia personal de la soberana también estaba enamorado de ella, aunque la suya era una situación irremediable por la diferencia de rango y de sentimientos. Así es que se valió de la astucia y una noche, cuando ya todos descansaban, vistió la capa del rey y entró en la cámara de su señora. Satisfecho su propósito, después de un rato se retiró. Pero dio la casualidad que el monarca tuvo idéntico impulso esa misma madrugada. Cuando entró en el aposento de su consorte, ella preguntó: “¿Otra vez, mi señor?”. El rey sospechó lo que había ocurrido, pero guardó silencio.
A la mañana siguiente convocó a toda la guardia y sólo dijo estas palabras:
- El que lo hizo, que no lo vuelva a hacer.

15 de julio de 2009

Berta

Berta le decían. Y era opulenta y pelirroja como una valquiria. También sabía hacer tortas magníficas, altas torres de masa tierna recubiertas de cremas irresistibles.
Esa noche Berta festejaba su cumpleaños y pa­seaba su figura estatuaria entre los grupos de invitados. Cuando reía, el corazoncito de oro que había en­contrado un precario equilibrio en el escote generoso temblaba sobre la piel rosada. De tanto en tanto, Berta buscaba con la mirada a su marido que revoloteaba entre las adolescentes de la familia. Al verlo, ella se humedecía rápidamente los labios con la lengua. (La boca le quedaba brillante como un caramelo.)
Llegó el momento de apagar las velitas. Todos se acercaron a la mesa. Parada a la cabecera, Berta sopló. Cantaron el "Cumpleaños feliz". El marido le besó la mejilla.
Alguien preguntó cuántos años de casados.
-Casi diez -dijo uno de los dos.
Berta hundió el cuchillo en el centro de la torta, lentamente, con precisión.
-Él mira a las chicas -comentó en voz alta una tía un poco sorda.
Berta, como si nada.
-Diez años es mucho tiempo -dijo un primo solterón.
La valquiria, espada en mano, seguía trazando se­renas diagonales en la superficie circular. Habían en­cendido las luces y el pelo era un casco de cobre flamígero sobre la alta cabeza.
- ¿Y si se va con otra? -la pregunta, apenas murmurada, serpenteó entre las conversaciones, interrumpiéndolas.
-No importa -replicó Berta encogiéndose de hombros.
Tomó una palita y sirvió el primer trozo de torta.
Pasó los utensilios a la mucama para que siguiera la tarea que ella había empezado.
- ¡Qué importa? -preguntó Berta a nadie-. Si de casa sale y a casa volverá.
Con un brazo rodeó el cuello del esposo, lo besó en la boca y recién después le alcanzó el plato que él había estado mirando con avidez.
(A Berta los labios le quedaron brillantes como caramelo.)

Libro de los amores clandestinos - GEL

5 de julio de 2009

Entre monte y río

Han de saber que toda la revolución se hizo con armas que traficaban Juan y sus hombres.
Oficio de buena plata y riesgoso, porque los regulares surgían como espíritus del monte en cuanto había que desembarcar las cajas. Pero el metal es el mejor tónico para las agallas.
Yo los acompañé desde que supe cargar una escopeta. El pardo Juan me había recogido al quedar guachito no sé de quién. Juan y Manuel eran hermanos y amigos, aunque vivieran en casas separadas. También Manuel bus­caba la noche, como Juan: ponía trampas en la selva. Después vendía las pieles a los gringos que venían a comprárselas. Se habían repartido el mundo: Juan el río, el monte para Manuel.