11 de agosto de 2014

Hojas negras

Esta historia (mi historia, la historia de mi abuelo materno) comienza con un acto inquisitorial una tarde de fines de otoño, en un pueblo apartado de los Alpes austríacos. Hablamos de las postrimerías del siglo diecinueve. Tras un día muy duro, Juan –el hijo menor- trae de vuelta al establo de su padre el rebaño de vacas que ha llevado a pastar.
El muchachito había escondido en su morral un libro para leerlo mientras los animales se alimentaban. Las últimas abejas zumbaban entre las ya escasas flores de trébol y de vez en cuando la brisa tornaba las páginas del ejemplar abierto sobre el suelo. Juan, acostado de bruces y los codos apoyados en tierra, interrumpía cada tanto la lectura para vigilar el rebaño. Lo tranquilizaba el sonido de la campana que llevaba la matriarca. A la noche, cuando se acostara en el cubículo que compartía con su hermano mayor José, se llevaría a escondidas este nuevo libro. Esperaría, como siempre, a que el silencio de la casa indicara el descanso general. Era el momento para encender un cabo de vela, abrir el volumen y seguir leyendo oculto bajo la sábana. Cierta vez había oído pasos (¿mi bisabuelo?) que subían por la escalera y debió apagar precipitadamente la vela. Desde entonces leía con parte de la atención puesta en los sonidos.
Volvió a la lectura del libro sobre la hierba. Empezó a sentir hambre, miró el sol: el mediodía había pasado hacía mucho. Abrió el morral, sacó media hogaza de pan y empezó a masticar mientras recordaba las admoniciones de los padres: ¿para qué leer tanto, si vas a ser un campesino como nosotros? Leer y escribir lo imprescindible, nada más. No leas tanto, hay mucho trabajo. Siempre había mucho trabajo, según las estaciones: sembrar o segar, la vendimia, hacer vino y quesos, carpintería en invierno, etc. Tenían una buena posición económica, pero … Pero la vida del espíritu estaba más allá de las montañas. Estudiar, sí, él quería estudiar. Levantó la vista y miró las cumbres peladas que pronto se cubrirían de nieve. Bajó la mirada, notó algo raro, contó las vacas: faltaba una y pronto debían regresar. De un salto, salió a buscarla. Después de un largo rato, la encontró. La hizo retornar al grupo mediante una serie de convincentes patadas. Al querer recoger el libro que había quedado sobre la hierba, comprobó con horror que el rebaño había devorado las hojas y las tapas semejaban una cáscara hueca. Pero estaba cayendo el sol y no había tiempo para duelos.
A medida que se acercaba al establecimiento paterno le llamó la atención un reflejo luminoso y el olor a quemado. Sin embargo, no había señales de alarma ni corridas ni tañían las campanas de la iglesia.
En cuanto llegó al patio de adoquines tuvo la respuesta: allí, en una bonita pira, ardían todos los libros que había descubierto en el desván. Intentó una corrida para rescatar lo que pudiera, pero el padre lo sujetó con firmeza.
- Está bien así –dictaminó mi bisabuelo-. El cura dijo que, salvo la Biblia, son obra del diablo. Además, te vas a casar con una mujer trabajadora. Ella dará mucha prole y serás un campesino rico igual que yo y que tu abuelo y que tu bisabuelo y que tus hijos.
Juan no luchó más. Miró el fuego, las hojas ennegrecidas que se iban cerrando como manos hechas puño, miró las montañas y se juró solemnemente que en cuanto pudiera, se iría lejos, bien lejos, para estudiar.

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