1 de febrero de 2010

Casa de Agar

Apenas había salido de la adolescencia cuando la casa­ron con un hombre a quien no amaba. Él era mayor, responsable, concreto. Agar pensó que era lo peor que le podía haber ocurrido a sus sueños. Luego comen­zaron las náuseas por la mañana. Entonces aprendió que la desdicha es una infinita sucesión de escalones descendentes.

Cumplido el ciclo, con los primeros estremeci­mientos de primavera, nació un varón. No lloró al abandonar el ámbito materno ni lo haría después. Tampoco aprendería a reír.
Al regresar a casa, el padre lo apretaba fuerte contra su pecho.
-¡Mi hijo! ¡Mi delfín! -murmuraba bajito para que nadie lo oyera, y con gesto desmañado lo alzaba por el aire hasta hacerlo gritar.
Agar tocaba el piano al atardecer. Desgranaba noc­turnos, mazurcas, polonesas, mientras el sol zama­rreaba sombras adormecidas bajo los muebles.
-¡Mujer! ¡A la cocina!
Para entonces el niño se había calmado. Agar lo bañaba, le daba de comer, lo acostaba en la cuna impecable.
Un día trajeron para el dueño de casa un paquete equivocado. Agar decía que no, el mandadero insistió que sí hasta lograr hacerla sonreír. Otra mañana fue una carta sin remitente. Después, el joven ya no necesitó excusas.
Por las noches comenzaron a dejar las ventanas abiertas para que entrara el aire fresco pues el calor apretaba. La brisa hacía vacilar la luz con que un veladorcito esparcía cierta claridad en la habitación del niño. Él observaba callado las sombras de las cor­tinas sobre las paredes. Empezó a decaer.
Agar dejó de tocar el piano. Permanecía de pie tras los visillos, espiando la calle. Entonces podía ocurrir que se deslizara hasta la puerta de entrada y volviera con una rosa o una esquela ocultas entre los pliegues de la falda.
-¡Mi delfín! ¡Mi hijito!
Inútil estrecharlo contra su pecho cuanto quisie­ra o podía el padre hacerlo volar por el aire hasta cansarse, que el niño no reaccionaba.
-Mujer ¡a la cocina! -ordenaba en un susurro ahogado, sin alejarse del hijo.
Oscurecieron la casa para que el niño reposara durante el día.
Cierta noche, Agar vio como el viento hamacaba su mecedora vacía en el balcón. Pensó que un año atrás había sido igual y que, tal vez, también sería así el próximo, y el otro, y el que le siguiera.
Pasó el verano.
Al niño se lo llevaron un día a comienzos del otoño, cuando las hojas giraban en el suelo como manos crispadas.
Ahora que la casa estaba siempre silenciosa y herméticas las ventanas, Agar comenzó a salir.
-¿Adónde vas, mujer?
-Al cementerio.
-¿Otra vez?
Ella parecía una diosa trágica corriendo por el laberinto donde ángeles de piedra verdegrís jugaban a las escondidas entre los cipreses. Ese invierno las flores no llegaron a marchitarse nunca sobre la tierra helada.
-¿Adónde vas, mujer?
-Al cementerio.
-¿Con esta tormenta?
-La lluvia desbarata los ramos.
Después, un portazo. Volvía con las piernas sal­picadas por el barro, encendidas las mejillas. Los ojos le brillaban como de fiebre.
Un atardecer, cuando el padre llegó a casa, encontró la mesa tendida con un solo cubierto, la sopa sobre el fuego lento. Acomodó la silla, llenó su vaso de vino. A poco se oyeron dos, tres golpes de aldabón. Abrió la puerta a una ráfaga, al mandadero con una de sus cartas sin remitente, al agua. Se miraron sin hablar.
Con un gesto, el dueño de casa le indicó que en­trara.
Como si cada movimiento le costara un mundo, agregó otro cubierto.

Libro de los amores clandestinos - Buenos Aires, Grupo Editor Latinoamericano

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