23 de octubre de 2009

Los golpes

Esperó a Marisa como todas las noches: con la mesa puesta y la cena en el horno para que no se enfriara. Javier se había acostado. Tampoco él solía dormirse antes de que la hija de ambos re­gresara de la Facultad. Beba miró el re­loj. Se re­trasaba demasiado. Sonó el teléfono.
- Hola, Beba. Quería hablar con Marisa. ¿Por qué falta hoy a clase?
Durante unos segundos la pregunta de la compañera de curso quedó flotando en el aire. Que su hija habría salido a tomar un café con el nuevo novio, supuso Beba. Que mañana la llamaría.
Antes de acostarse le dijo lo mismo a Javier: Marisa habría ido a tomar un café con el novio. Era muy probable, se autoconvenció.
El esposo daba vueltas en la cama. Beba empezó a dudar de su propia certeza. ¿Y si a Marisa le hubiera pasado algo malo?

- ¿Recién ahora se te ocurre decírmelo? -el hombre se sobresaltó, crujió el elástico de madera. Sacó la cuenta. ¿Por qué no lo llamamos al novio? Dame el teléfono. No lo tengo. No importa, lo buscamos en la guía telefónica. ¿Cómo se llama? Luis. El apellido, dame el apellido. No lo sé. No sé ningún número, ningún apellido.
- Doce horas desde que salió de casa. Vamos a hacer la denuncia.
Números telefónicos y nombres (los que pudieron porque la muchacha llevaba la agenda consigo), descripciones, actividades y horarios, lugares que Marisa solía frecuentar: contaron todo lo que sabían. (¿Cómo es la relación entre ustedes tres?¿No estará embarazada?¿Y las compañías?¿Tal vez drogadictos?¿No habrá viajado y ustedes lo ignoran?¿Les pidió dinero últimamente?). La pareja se retiró con la promesa de que les avisarían en cuanto se produjera alguna novedad.
No podemos quedarnos en casa, esperando. Salgamos a buscarla. Tiene llave para entrar, dejémosle una nota por si vuelve mientras no estamos. "Marisa, enseguida volvemos. No te muevas de aquí. La comida está en el horno."
Regresaron de visitar comisarías y guardias cuando los vecinos partían rumbo al trabajo en ese arduo amanecer de invierno.
Beba pensó que aun cuando encontrara a la muchacha con olor a hombre y dormida en su cama, la despertaría para sofocarla en un abrazo.
El horno seguía encendido.
Subieron al dormitorio de Marisa en puntas de pie. La persiana era muy hermética y no dejaba filtrar la penumbra exterior. Escucharon atentamente en la oscuridad por si oían su respiración regular. A Beba le pareció ver el bulto del cuerpo sobre la cama. Entraron. Encendieron la luz. La cama estaba intacta. Beba quiso arrojarse al piso, buscar bajo los muebles. Javier la retuvo y meneó tristemente la cabeza. La rodeó con los brazos, le acarició el cabello. La arrulló un poco tratando de calmarla. Presintió que deberían prepararse para una larga espera.
Beba fue a la Facultad para intentar encontrarse con los condiscípulos de Marisa. No identificó a nadie. Podía ser que se hubiera equivocado de horario, que no los reconociera, conjeturó. Tampoco encontró a la amiga. Cuando discó su número telefónico (el único que conocía) no la quisieron atender. Equivocado, repetían, equivocado.
Un anochecer, mientras Javier y Beba contemplaban en silencio las tazas de café vacías, oyeron un rumor confuso en el jardín delantero y en el patio. Hubo golpes fortísimos contra la puerta de entrada y enseguida una voz potente, metálica, que parecía venir del cielo, ordenó:
- ¡Salgan de la casa con las manos en alto! ¡Salgan ya, la casa está minada! Un, dos, ...
Beba traspuso la puerta que daba al patio, detrás iba Javier, con los brazos bien estirados hacia el cielo para que no hubiera errores. Soldados vestidos de fajina los apuntaban con ametralladoras desde los techos circundantes. Hacía mucho frío y una brisa gélida se colaba bajo la ropa, ceñía las rodillas, clavaba sus uñas en las manos, en la cara. Desde un camión estacionado en la acera, reflectores poderosos barrían la casa. Había tres inquietos perros de ataque en la vereda. Sendos uniformados los sujetaban con dificultad. Beba pensó cuán molestos serían los collares de púas que rodeaban los pescuezos de los animales. Tenían los ojos colorados, los belfos anhelantes. Y dentro de la casa más golpes, más órdenes de mando, vidrios rotos, objetos hechos trizas. Beba sintió que se le entumecían los brazos.
- ¡Las manos arriba!¡Detrás de la nuca!
Los perros gruñeron. Ella oyó el seguro de un arma y se le cruzó un ruego "que a Marisa no se le ocurra llegar justo ahora, justo ahora, no".
Cuando les permitieron ingresar a la casa, horas después de haberles tomado declaración, Beba subió derecho a la habitación de Marisa.
- Esta noche duermo aquí -anunció, mientras apoyaba los pies en los espacios que el desorden dejaba libre.
Arrastró el colchón caído en el suelo, lo izó como pudo sobre el elástico de madera. Tendió la cama con sábanas que tenían huellas de borceguíes y se puso el primer camisón que encontró.
Durmió un sueño sin orillas ni tiempo. Al despertar, Javier la contemplaba. Por la ventana abierta vio una rama florecida del duraznero. Se levantó para ir al baño. Sentía las piernas flojas. El espejo del botiquín le devolvió su imagen más delgada, pero el cutis terso. Volvió a la habitación que había elegido antes de acostarse, la de la cama solitaria. Recordaba haber cerrado los ojos al caos. Ahora el cuarto lucía ordenado, limpio.
Después de ese despertar, la mujer ya no dormía tanto, pero se pasaba las horas sentada en un sillón, las manos sobre el regazo. Alguien le alcanzaba las comidas, la bañaba.
Un día encendió el pasacasette e insertó una cinta que tenía el lomo manuscrito con un trazo familiar. De pronto, una voz que le resultó muy querida, comenzó a recitar los versos de Carlos Mastronardi: "Trabajo para un hombre insospechado / oculto en algún siglo venidero." La mujer se sobresaltó. Mientras la voz seguía desgranando versos una idea horrible pugnaba por abrirse paso en su cerebro. Pero fue una impresión tímida ahogada por el río de palabras "... quizá influyo sobre un sirviente, un juez o un asesino / cuyo puñal esgrimo yo, el arcano. / Esa oscura maraña es el destino." Javier asomó la cabeza por la puerta entornada. ¿Qué estás haciendo? La mujer se encogió de hombros. Buena pregunta. No supo qué responder. Apagó el pasacasette. Abrió un cajón del escritorio. El contenido había sido revuelto. Había fotos. Ella se sentó sobre la cama, las examinó. Una mujer joven y una criatura de meses. Una niña y su muñeca. La foto de primer grado. Otra más reciente: a todas luces, final de secundario. La garganta se le acalambró, tenía como un collar de acero que le causaba un intenso dolor. Recordó unos perros que había visto hacía ... Hubiera deseado llorar, gritar. Pero también hacía un esfuerzo por suprimir el impulso y no atomizarse en un aullido de hembra rota. Sus ojos permanecieron secos. Cerró el cajón.
Se vistió con la ropa que encontró en el armario: pollera larga, amplia, blusón, una pañoleta. Eligió un collar de varias vuelta. Destapó un frasco de perfume, se humedeció el cuello. Al verla descender la escalera, Javier palideció pero no dijo nada.
Desde ese día, bajó al comedor sólo para tomar las comidas. Javier la miraba con ojos interrogantes. Parecía querer averiguar algo. Ella misma sabía que un conocimiento desagradable daba vueltas en algún lugar profundo de su mente y tanteaba entre los recuerdos, temerosa, para develarlo. Era como tratar de caminar dentro de un cuarto extraño y a oscuras y lleno de muebles y tener miedo de golpearse con un canto filoso que puede dañar muy hondo.
Cierta tarde Javier la llevó a un lugar donde un hombre desconocido, hábil y cálido, le hizo preguntas. En ese momento la mujer las comprendió muy bien y contestó a todas y cada una porque era lo que se esperaba de ella. Pero después, cuando estaban en la calle, pisando el asfalto ablandado por el sol de verano, fue inútil tratar de recordar de qué habían hablado. Dejó que el olvido siguiera soplando como una brisa refrescante sobre las imágenes y las palabras pronunciadas.
Apenas llegaron a la casa, continuó con lo que se había transformado en actividad habitual: escuchar la grabación con la voz que recitaba poemas y repetirlos tratando de imitarla. Era una ocupación que la calmaba. Primero copió la cadencia, las pausas. Luego fue puliendo detalles: cómo sonaban las fricativas, las vocales. Cuando le pareció que la imitación era perfecta, se grabó a sí misma para compararse con la voz original. Lloró desconsoladamente al notar que el tono era distinto. No se dio por vencida y siguió ensayando hasta encontrar una exacta duplicación.
Otro día la visitó una médica (supuso) que le mostró manchas sobre un papel. Interpretó las imágenes, volvió a contestar preguntas, le habló de los poemas grabados, de las fichas con apuntes que había estado leyendo. La médica se retiró de la habitación y Javier la acompañó hasta la puerta de calle.
A medida que pasaba el tiempo, la mujer sentía que un nombre querido pugnaba por abrirse paso en su memoria. De a ratos trataba de darle forma a la inquietud y cuando le parecía tenerla al alcance de su conciencia, cuando le parecía "saber" qué era lo que había estado escapando a su comprensión, el esbozo de conocimiento desaparecía violentamente como si alguien hubiera dado un portazo.
- Salgamos a tomar un poco de aire -dijo Javier una tarde que el viento ya cosechaba las hojas doradas del duraznero y agitaba algún pequeño fruto tardío que se arrugaba de viejo sin haber madurado.
Cuando subió al auto, la mujer sintió el viento frío como cierta otra vez, hacía tiempo, al anochecer. Se estremeció, sacudió la cabeza y tomó nota de la luz otoñal.
Los recibió un hombre de pie detrás de un escritorio. Los tres se sentaron. Hablaron Javier y el otro. Su conversación discurrió como agua sobre la indiferencia de la mujer. Ella los miraba sin prestarles atención. Le vinieron a la mente las palabras que había repetido durante días "mi paso y el de todos los mortales /oigo en una desierta edad futura..." Las recitó en voz no muy alta, como para sí. Los otros dos la miraron sorprendidos. El rostro de Javier se crispó en una mueca, la tomó por los hombros e increpó al otro:
- ¡Mírela en qué condiciones ha quedado! ¿A usted le parece justo?
Entonces el hombre que estaba detrás del escritorio abrió un cajón y dijo:
- Es todo lo que les puedo restituir.
La mujer sintió una alarma interior e inmediatamente desvió la vista hacia la ventana, hacia el cielo azul que brillaba como un cristal y hacia un avión lejano que lo trizaba con su vuelo metálico. Casi no oyó la exclamación ronca de animal herido que exhaló Javier, no lo vio doblarse, no lo vio abrazarse las rodillas mientras se balanceaba en su asiento. Casi no oyó su gemido.
Después de regresar a casa, ella volvió a su habitación. Tuvo un escalofrío. La asaltó nuevamente un temor difuso. Quiso esconderse. Echó llave a la puerta. El miedo, el frío, persistieron. Agregó una pañoleta a su indumentaria. Se contempló en el espejo. Sintió que un elemento no encajaba en alguna parte del alma. Debía hacer algo para borrar este nuevo malestar. Frente al cristal se cepilló el cabello hasta obtener una imagen que le recordaba otro rostro y eso la calmó. Poco después oyó pasos, lentos, subiendo por la escalera. Alguien quiso abrir la puerta del cuarto, pero no pudo. Ella esperó, como si el forcejeo integrara una secuencia inamovible a la que estaba condenada: después vendrían el grito, una orden. Lo sabía. El picaporte se agitó, hubo más golpes urgentes contra la madera. Y los golpes desataron la certeza que a la mujer se le venía escapando desde hacía tiempo. Una ausencia, el dolor: eso era lo que había estado pugnando por salir a la superficie de su memoria. Los golpes seguían y del otro lado de la puerta alguien gritó un nombre que le sonó familiar. Ella pensó cómo decirlo, cómo explicar que la persona para ese nombre estaba ausente, que ya no ... (¿Cómo hacer, si a ella misma le daba tanta angustia pronunciar las palabras que podrían sellar el no retorno, la condena?). Miró la hora. Sí, efectivamente, era muy tarde, no había nada que hacer, ya nadie vendría. Alguien seguía gritando ese nombre del otro lado de la puerta. Todo era como un recuerdo agrio: las voces, los ruidos. No quería abrir, no quería decirlo. Pero la orden llegó de afuera, como aquella vez. Debía obedecer, también hoy. No había escapatoria. Y de nuevo el dolor le oprimió la garganta. Corrió el cerrojo. Debía decirlo antes de que se quedara muda, decir lo que ahora sabía aunque ella saltara en pedazos, enunciar el no regreso, el jamás. Si no quedaba otro remedio, lo plantearía como pregunta.
Y no quedaba.
Juntó coraje, abrió la puerta de un tirón, habló.
Beba habló, y Javier lanzó un grito en el que estaba encerrado todo el desconsuelo de un hombre al oírle decir a Beba, a su mujer, con esa otra voz definitivamente acallada por desconocidos hacía más de un año, con esa voz que ella había aprendido a imitar repitiendo versos en la soledad del cuarto de su hija:
- Recién llego de la facultad, papi. ¿Dónde está mamá?

La Tigra - Gel, Buenos Aires, setiembre de 2009

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