Se habían conocido en un congreso científico internacional.
Ambos eran investigadores renombrados. Pero ella tenía una segunda, secreta
pasión: la danza del tango se le había clavado “como un puñal en la sangre”.
Nada más oír la música, corría a una milonga a abrazar y a ser abrazada, a
vivir –por unos minutos- un romance ideal con un hombre inexistente. Pero
también creyó que por la edad y el curriculum, era hora de establecerse. Él le
pareció un postulante adecuado. Guardó los zapatos de baile y le dio el sí.
Antes de casarse, habían precisado dos cosas: él, por ser
extremadamente celoso, no la dejaría ir sola a ninguna parte (sería capaz de
matar, reforzó); ella exigió que en la casa se escuchara sólo música clásica.
Por un tiempo fueron felices.
Un día él trajo una colección de viejas grabaciones del dos
por cuatro. “Son clásicos” se justificó y las notas llenaron la casa. Ella
anunció “salgo una hora” y escapó hacia un local de baile.
Regresó con los ojos brillantes, la cara arrebolada. Él se
acercó a besarla; aspiró los perfumes varoniles que, superpuestos en capas,
cubrían las suaves mejillas. Entonces ella adivinó todo lo que iba a pasar por
el gesto de él, por el temblor que lo estremeció, por cómo se puso pálido antes
de dirigirse al dormitorio. Ella adivinó, antes de oírlo abrir violentamente un
cajón, antes oírlo volcar su contenido en el piso, antes de oír el disparo.
e-Nanos
Macedonia Ediciones, Morón, agosto de 2010