Los atabaques suenan.
Obá, obá, obá corean hombres y mujeres sobre cubierta. Las palmas de Joao baten el parche con un ritmo que él no aprendió. Lentamente redobla el trueno en sus dedos; cierra los ojos, busca a tientas en la noche del pasado. Centellas que relumbran en el vientre del tambor le señalan el camino.
María se alza: las trenzas renegridas vibran al ritmo de su cuerpo y su túnica multicolor roza las tablas. Un temblor tras otro la sacuden. Sólo ve lo que ordena el atabaque. Los miembros se crispan, ondulan. Le estalla el ritmo a los pies como una flor inesperada. El hombre, perdido, cuaja borrascas, brama el viento, los rayos fustigan nubes en la comba del cielo. Todo crepita en el parche y es lodo y fuego y trueno. Pero la tormenta pasa. Todavía caen algunas gotas, sin prisa.
La mulata obedece: ahora es sierpe de bronce, felino en acecho, brasa de Angola en medio del mar. Una leve fatiga le ablanda la boca. Abre los ojos, los brazos llaman, ondula su cuerpo. Con los párpados bajos su mirada va, viene, se desliza por cubierta, espía el reflejo de otras miradas. El deseo se le enrosca en los finos tobillos.
Un hibisco rojo hiende el aire. Ella lo recoge al vuelo. El atabaque enmudece.
Los celos son dos navajas que buscan la carne del otro hombre. Joao se encoge y salta. El metal le quema la mano. Gotas minúsculas chispean sobre su piel mate.
Falla.
El otro se corre. Lo enardece con su risa. Es una pantera emboscada. Parece intocable.
Un silencio canicular pesa sobre cubierta. El hibisco rojo en el pecho de la mulata todo lo tiñe.
Joao se agacha, brilla la daga en un arco de luna sobre su cabeza. Se quedan quietos, se miden, tiemblan por matar. El odio tiene el color del acero. Ninguno respira.
Vigilan.
Pero alguien empuja a Joao y el agua abre su boca de plomo. Por encima del remolino que hizo su cuerpo al caer, el viento despierta y sopla.
El velero se aleja.
Joao patea con fuerza, estira la mano en busca del cabo que le arrojaron. Pero el barco se va y la cuerda se aleja.
Obá, obá, obá le trae el viento de todas partes.
La muerte es verde y tiene burbujas en la cara y la piel fría. Ahora lo sabe.
Sube a la superficie. El velero es más pequeño, la mulata grita su nombre.
El miedo le torna las entrañas de coral, sus ojos parpadean algas y el aire tiene gusto salado. Pero no alcanza. Retiemblan los atabaques en sus tímpanos. Mueve las manos como queriendo golpear el parche. Se hunde.
Él no sabe nadar y nadie lo sabía.
El verde es más oscuro después del cielo nublado. El corazón le pulsa las sienes.
Tose y una catarata le inunda el pecho.
Iemanyá, la diosa de las aguas, lo reclama (piensa).
Flota hacia él con sus gasas blancas, lo envuelve, lo abraza. Él casi se entrega.
Le tiran del pelo con fuerza. Lo suben. Ya nada le importa.
El agua se aclara, se afina, desaparece. Difusa, entrevé una túnica multicolor.
Los atabaques resuenan en la luz plena de la bahía. El velero ha regresado.
(*) La noche del 31 de diciembre comienzan las celebraciones en honor de Iemanyá
(protectora de los pescadores y vestida de blanco), que se prolongarán hasta
febrero. En Salvador do Bahía se inician con una procesión marítima de la que
participan embarcaciones de todo tipo.
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