Unos metros antes de llegar a la casa, el hombre se detuvo y golpeó las manos. A sus espaldas, sobre la ancha entrada de tierra, había quedado el camioncito rumoroso con el zumbido de las colmenas que agobiaban su desvencijada caja. El hombre había encontrado la tranquera abierta, esperándolo, y a los perros que amagaron un ladrido. Pero él los detuvo con un silbo bajito y palabras que ahogaron el conato de ataque antes de empezar. Pudo avanzar tranquilo hasta detenerse frente a la casa. Ahora estaban junto a él, observándolo en silencio y moviendo las colas amistosamente. Volvió a golpear las manos en el aire quieto como un lago. El sonido pareció despertar a miles de cigarras cuyo canto horadó la blanda superficie del slencio. Los perros se echaron a su lado. Una mujer muy joven, pequeña y rechoncha, se asomó a la galería mientras trataba de quitarse la harina de los brazos con un delantal también enharinado.