Maritza embarcó en el puerto de Trieste con su prometido, su Juan, un pasaje de tercera y el vestido de novia bien envuelto en el fondo del baúl.
Lámparas macilentas saturaban de sombras y humo el sector de las mujeres. Por el mareo, la novia pasó buena parte de la travesía acostada, vigilando el baúl de cartón prensado. Juan pedía permiso diariamente y pasaba a visitarla. Sostenía entre sus gruesas manos campesinas la trémula de Maritza.
Por las noches Maritza oía, velados, los sones de un acordeón. Netos como denarios que crepitaran sobre la superficie oleosa del mar, los pies marcaban el ritmo de las cuadrillas. Lamentaba el mareo que no le dejaba dar un paso.¡Y Juan con tantas ansias de bailar! Cuando no había música, Maritza sabía que los hombres jugaban a los naipes pues él se lo había contado. Esas noches ella descansaba tranquila.