11 de enero de 2009

Guernica

Se encontraban a diario en la estación, a la hora de la siesta, poco antes de que pasara el tren de las cuatro. Pero una tarde Lucila dio un gran rodeo con su valijita y tomó el ómnibus que la llevó a la ciudad.
Él se quedó esperándola en medio del polvo arremolinado por el viento que hacía chirriar el gran cartel con el nombre de la estación. Se quedó esperándola hasta que comprendió la verdad: ya no vendría.
El muchacho cambió el campo por el pavimento, el tambo por el taller, el taller por la fábrica, la fábrica por la empresa. Una mujer de carne y hueso tapó el recuerdo de Lucila alta atravesando los remolinos a la hora de la siesta.

Él acumuló peso y riquezas, perdió lozanía. Nunca regresó al pueblo. Era un hombre importante.
Una tarde, al buscar refugio en una confitería pues el invierno mordisqueaba el alma, alguien lo llamó. Vio a dos mujeres sentadas junto a la ventana. Se acercó. La más joven repitió su nombre. Era la misma voz que oía al despertar de esas pesadillas en las que el viento arremolinaba el polvo a sus pies y hacía chirriar sobre su cabeza el gran cartel oxidado -Guernica- mientras él seguía esperando, esperando.
- Soy Lucila -dijo la mujer. Era distinguida, estaba en la plenitud.
- Soy Lucila -insistió.
Él no podía creerle y entonces, con un solo movimiento, cometió la primera crueldad. Permiso, dijo y tomándola de las muñecas, le hizo mostrar los antebrazos. Vio lo que siempre habían sido las marcas y la vergüenza de Lucila: sendas cicatrices antiguas. Una lejana tarde de confidencias ella le había contado que sólo usaba mangas largas.
Desde aquella vez de la cita frustrada, Lucila le había dado un hijo a otro hombre mucho mayor que ella cuya mujer era estéril. Ahora ella disponía de su fortuna, de su casa.
Empezaron a verse con frecuencia. Lucila, a mentir. Él no tuvo necesidad.
Después ella abandonó la seguridad de la casa y del estado civil otorgados. Lucila alquiló un departamento pequeño y lo amuebló con una cama grande, de bronce, cuyos elásticos chirriaban. Ya no necesitaba mentir y tenía siempre listo un bolsito con algo de ropa pues él, el antiguo novio, solía arrebatarla como el viento para emprender viajes improvisados.
Devoraron paisajes, kilómetros. A veces, compraban un cordero y lo asaban crucificado ante un montón de brasas. Lo comían con las manos, chupándose mutuamente los dedos grasientos. Luego dormían en el auto o a la vera del camino, donde los sorprendiera su ansia de rebeldía, el atrasado vértigo de libertad.
- Deberías dejarla. Eso está acabado hace rato -dijo una vez Lucila. Él sonrió sin responder.
En la casa, su mujer mandaba lavar las ropas con olor a humo y a otra mujer.
El primogénito de él cumplió años mientras el hombre estaba en el extranjero con Lucila. Ella había comprado un sombrero cloche y un abrigo de paño oscuro para el viaje. Él usó los mismos pantalones abolsados y la campera vieja de sus excursiones campestres. Al hijo le hizo regalar una motocicleta.
No pudieron ubicarlos para avisarles del accidente del muchacho. A su regreso del viaje encontró la cama ortopédica y una enfermera.
- Si hubiera querido, ella podría haberte encontrado -comentó Lucila. Él sólo sonrió.
El hijo se restableció por completo, pero quiso que toda la familia se mudara a las sierras. Le dieron el gusto. El hombre compró para ellos tres un palacete con un arroyo que cruzaba el parque. Él prefería el departamento de Lucila (que en verano, por el calor, se transformaba en un horno de pan) y los corderos asados a la vera del camino. Lucila se había acostumbrado a higienizarse en las estaciones de servicio, a dormir sobre el suelo duro.
-¿Cuándo vas a dejarla? -le preguntaba con mayor frecuencia.
Él sonreía, pisaba el acelerador hasta hacerla gritar. Lucila supo que su esposo había muerto en algún lugar del extranjero. Ni la citaba en el testamento.
La primera vez, el hijo los visitó todavía con muletas. Desde entonces, Lucila amasaba pastas delgadas como láminas y el departamento se impregnaba del arom a salsas mientras padre e hijo paladeaban algún buen vino.
Después de la comida y mientras ellos miraban el partido de fútbol por televisión, Lucila lavaba los platos o planchaba los pantalones abolsados. Podía ocurrir que el hombre la atrajera hacia sí por la cintura, la sentara sobre sus piernas y descubriera sus antebrazos para acariciarle las cicatrices.
A veces, el hombre visitaba a su esposa para ordenar los trabajos de mantenimiento del palacete. Se saludaban como dos viejos amigos.
-¿Y yo? -preguntaba ahora Lucila.
Sonreía el hombre.
Una mañana lo despertó un fortísimo dolor en el pecho. Apenas podía respirar y con un hilo de voz le dijo a Lucila:
- Si salgo de ésta, nos casamos.
Lucharon a brazo partido: él por su vida, ella por la de él.
El hombre murió en esa misma cama de bronce que crujía con cada movimiento, una tarde en que el departamentito vibraba de calor.
La esposa sigue viviendo en el palacete de las sierras y ha mandado poner una placa sobre la tumba. Lucila también encargó una, pero no se atreve a colocarla y la guarda en un cajón de la mesa de luz, junto con el encendedor de plástico que el hombre tuvo en la mano hasta último momento.

Libro de los amores clandestinos - Grupo Editor Latinoamericano

2 comentarios:

Orlando Romano dijo...

Hola, Laura querida. Me encantaron los textos de tu blog. Bienvenida, al fin!!! al mundo de la literatura virtual. Espero que tu "Botella al mar" llegue a una playa repleta de lectores que sepan deleitarse con el chapuzón refrescante de tus historias. Felicitaciones y miles de éxitos.

Anónimo dijo...

Gracias, Orlando, por abrir mi "botellita". Me alegro de que hayas disfrutado con su lectura. Sigo los destellos de tus minificciones plenas de humor. Un abrazo.