28 de diciembre de 2008

Sandalias

Me siento al borde de la cama.
Veo el reloj con el rabillo del ojo mientras calzo las sandalias. Son las siete y media. Por uno de esos milagros incomprensibles, en esta mañana de verano ya estoy lista para salir media hora antes de lo necesario.
Me incorporo suavemente. No quiero despertar a Eduardo.
El espejo devuelve mi imagen impecable.
- Sandalias de loca -pienso.

Es lo que dice Eduardo cada vez que me las pongo. Yo las amo: charol negro, tiras muy finas, taco altísimo, pulsera al tobillo.
- Sandalias de loca -repite él desde las profundidades de la almohada, como si leyera mi pensamiento.
Me acerco.
- Vení -dice.
Tiende la mano. Tironea dulcemente de la mía.
- Vení -ahora imperioso.
Casi con alivio, me desplomo a su lado. Tenemos tiempo. Las sandalias caen en alguna parte.
Después, mientras reposamos, las veo bajo la cómoda como si también ellas reposaran.
Al rato salgo hacia mi trabajo.
Subo al tren.
Las ventanillas están empañadas. Se ha adelantado el otoño. Un hombre malhumorado me cede el asiento. El embarazo ha entorpecido mi estabilidad, tengo los tobillos hinchados, todo es molesto. Pierdo el equilibrio y me cuesta dominar los constantes cambios de volumen de mi propio cuerpo. Recuerdo mi cara en la que he sorprendido, hace poco, una placidez casi vacuna.
Suspiro.
- ¿Por qué suspirás? -pregunta Eduardo cuando salimos del Registro Civil.
Miro el brillante cielo de otoño que ahora, a mediodía, parece pulido como una aguamarina. Miro las canas que jaspean su pelo negro. Aún nos amamos, siento que estamos en la cresta de la ola. Miro a nuestro hijo y a mi flamante nuera.
- Suspiro porque recuerdo nuestro casamiento.
Aprieta mi mano.
Yo devuelvo su presión.
- Es mejor así, mamá -me consuela la voz de mi hijo.
Pero yo no puedo dejar de pensar en la soledad de Eduardo bajo ese túmulo de flores heladas. Algunos peatones se detienen para ver pasar el cortejo. Otros siguen los latidos de sus propias existencias. Son ahumados los vidrios del auto. Sin embargo, me siento a merced de los ojos que preguntan sin hablar, que compadecen sin saber. Duelen más que el cielo esmerilado en esta tarde temprana de junio. El sol parece una burla sobre mi pena. Un estremecimiento me sacude.
Tiemblo.
Debería haberle pedido prestado un abrigo a mi nuera. Me olvidé. Demasiada emoción en la visita que le hice. Esta noche mi nieto parte hacia el norte y cada minuto vale oro. Doce meses le tocaron en el sorteo (*). Es cierto, podría haber sido Marina: dos años. Pero también podría haberse salvado por número bajo. Cuando vuelva del servicio militar ya será todo un hombre. Hoy despedí al niño. Hace dieciocho años recibí al ser humano: un puñado de carne y hueso protestando a pleno pulmón por su cambio de estado.
Ha oscurecido y es invierno, aun si el almanaque dice setiembre. Me alegra saber que pronto hará calor y que anochecerá más tarde y que el jazmín se cubrirá de flores.
No encuentro la llave. Sin anteojos, nunca la encuentro.
Abro la puerta.
Voy al dormitorio. Eduardo me espera: recién bañado, piyama limpio. Está leyendo.
- Volví antes -aclara cuando lo beso.
El reloj da ocho campanadas.
- Vení -dice, mientras pone el libro en el suelo-. Después vamos a cenar afuera. Pero ahora vení -imperioso.
Tiende la mano, tironea dulcemente de la mía.
Casi con alivio me desplomo a su lado. Y antes de ceder por completo alcanzo a ver mis sandalias tal como cayeron esta mañana.
Parece que todavía reposaran.


(*) Durante los años del servicio militar obligatorio, los candidatos eran destinados a una de las tres armas según el número que hubieran obtenido en el sorteo. Si sacaban un número bajo o habían nacido en fecha patria, eran eximidos del servicio.


Libro de los amores clandestinos - Grupo Editor Latinoamericano

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Poder de síntesis ¿ah? Parece como si hubiese leido veinte páginas, pero sólo una o dos; ¡qué se yo!, aquí las medidas son extrañas.


¿Me haces uno para mis zapatillas de lona negras? Aunque se sentiría como recibir el veredicto de una gitana.

catalinaladivina dijo...

Eso del servicio militar...A mi esposo te tocó 13 meses.Me gusta este cuento,pero pensé que Eduardo había muerto.El detalle de las sandalias,qué bueno.

lauranicastro dijo...

Gracias, me alegro de que te haya gustado. Saludos y buen año, Laura N.