Cuando Pierre vuelve a casa, después de cumplida la tarea, me agacho a sus pies y le quito las galochas embarradas. Le alcanzo agua para que se lave las manos pringosas. Y si la camisa tiene manchas (casi siempre) le doy ropa limpia.
Muchas veces se acerca a la cuna de nuestro hijo y lo contempla en silencio. Suspira porque el pequeño heredará no sólo su nombre sino también su oficio.
Comemos un poco de sopa o de guiso con pan. Tomamos algo de vino. Mi Pierre nunca se emborracha.
Enseguida nos acostamos. Él esconde la cabeza en el hueco de mi cuello, como pájaro que quisiera dormir. Yo lo arrullo con una canción. Pero siento que sus lágrimas resbalan por mis pechos. Trato de consolarlo.
¡Es tan difícil ser la mujer del verdugo!