Me siento al borde de la cama.
Veo el reloj con el rabillo del ojo mientras calzo las sandalias. Son las siete y media. Por uno de esos milagros incomprensibles, en esta mañana de verano ya estoy lista para salir media hora antes de lo necesario.
Me incorporo suavemente. No quiero despertar a Eduardo.
El espejo devuelve mi imagen impecable.
- Sandalias de loca -pienso.
28 de diciembre de 2008
El pato de Julio
Después de papá y mamá (o antes) estaba nuestro tío Julio. Sus visitas nos abrían la ventana al gran mundo: sabíamos con certeza que, en cuanto se cansara de purificarse en el Ganges o de trabajar como guía fotográfico en Kenya o de mecánico en alguna plataforma petrolera, volvería.
Recuerdo muy especialmente una de esas visitas. Había regresado de la selva ecuatoriana y, al igual que otras veces, nos fascinó con sus historias.
Recuerdo muy especialmente una de esas visitas. Había regresado de la selva ecuatoriana y, al igual que otras veces, nos fascinó con sus historias.
12 de diciembre de 2008
Jueves para siempre (Fragmento de "Javier Centeno")
Milan miró la mesa melancólicamente. Tragó saliva. Volvió la mirada a Amanda. Ella sacudió la cabeza como comprendiendo.
- Enseguida comemos. Y usted se queda aquí, profesor.
El gigante lanzó un suspiro de satisfacción que hizo temblar las llamas de las velas. Los rostros de los íconos vacilaron. Javier asintió. Se estaba demasiado cómodo en este lugar como para incurrir en las protestas de práctica. De a poco, estaba aprendiendo a aceptar las cosas buenas que le ofrecían.
Amanda siguió trajinando hasta que dijo:
- Aquí, Milan -las manos apoyadas sobre el respaldo de una silla a la que también había agregado una carpetita con puntillas.
- ¿No son divinos? -le preguntó a Javier y le dio a oler un ramo de malvones cuyo aroma era tan áspero como el de un puñado de cemento-. Me los trajo Milan.
Milan se ruborizó. "Esto es como las novelas españolas que se leían en casa" pensó Javier mientras ponía cara admirativa ante las flores rojo lacre. Hubiera sido terrible que por demostrar un entusiasmo menor al esperado le disminuyeran el tamaño de las porciones a recibir. Pero más allá de su estómago crujiente, de su bolsillo en olor de santidad, más allá de su cabeza con los casilleros en vías de derrumbe, sentía envidia. Sana y vigorosa envidia, como en los mejores tiempos de su adolescencia cuando durante las fiestas de secundario los compañeros desaparecían con las chicas detrás de arbustos oscuros o se materializaban después de que uno los creía de regreso en sus casas.
Las palabras caían sobre él como copos de nieve: no lo penetraban. Él asimilaba otras cosas: la luz suave, los sabores -fuertes pero agradables- el perfume amargo de los malvones que lo retrotrajo, sin saber el porqué, a una insolación infantil. No prestaba atención a la charla pues un murmullo indefinido orlaba eso otro indefinible y sin embargo categórico: el bienestar de los anfitriones. Las palabras se le antojaron rebordes blancos sobre la cresta de las olas, el juguete con el cual el mar distrae a los espectadores cuando lo que cuenta es la poderosa masa de agua omnipresente bajo la espuma. Ésa era la verdadera relación entre lo hablado y el clima a su alrededor. Hasta que un golpe sobre la mesa lo arrancó de su estado bucólico.
- Enseguida comemos. Y usted se queda aquí, profesor.
El gigante lanzó un suspiro de satisfacción que hizo temblar las llamas de las velas. Los rostros de los íconos vacilaron. Javier asintió. Se estaba demasiado cómodo en este lugar como para incurrir en las protestas de práctica. De a poco, estaba aprendiendo a aceptar las cosas buenas que le ofrecían.
Amanda siguió trajinando hasta que dijo:
- Aquí, Milan -las manos apoyadas sobre el respaldo de una silla a la que también había agregado una carpetita con puntillas.
- ¿No son divinos? -le preguntó a Javier y le dio a oler un ramo de malvones cuyo aroma era tan áspero como el de un puñado de cemento-. Me los trajo Milan.
Milan se ruborizó. "Esto es como las novelas españolas que se leían en casa" pensó Javier mientras ponía cara admirativa ante las flores rojo lacre. Hubiera sido terrible que por demostrar un entusiasmo menor al esperado le disminuyeran el tamaño de las porciones a recibir. Pero más allá de su estómago crujiente, de su bolsillo en olor de santidad, más allá de su cabeza con los casilleros en vías de derrumbe, sentía envidia. Sana y vigorosa envidia, como en los mejores tiempos de su adolescencia cuando durante las fiestas de secundario los compañeros desaparecían con las chicas detrás de arbustos oscuros o se materializaban después de que uno los creía de regreso en sus casas.
Las palabras caían sobre él como copos de nieve: no lo penetraban. Él asimilaba otras cosas: la luz suave, los sabores -fuertes pero agradables- el perfume amargo de los malvones que lo retrotrajo, sin saber el porqué, a una insolación infantil. No prestaba atención a la charla pues un murmullo indefinido orlaba eso otro indefinible y sin embargo categórico: el bienestar de los anfitriones. Las palabras se le antojaron rebordes blancos sobre la cresta de las olas, el juguete con el cual el mar distrae a los espectadores cuando lo que cuenta es la poderosa masa de agua omnipresente bajo la espuma. Ésa era la verdadera relación entre lo hablado y el clima a su alrededor. Hasta que un golpe sobre la mesa lo arrancó de su estado bucólico.
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6 NOVELAS - Jueves para siempre
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