12 de septiembre de 2009

Los otros dos

Él se mira los zapatos impecables y entra.
El vernissage promete. El whisky, bueno. Estre­cha una mano por aquí. Saluda. Alguien llega. Cara nueva: ella. Sonrisa, caída de ojos. ¿Conoce la obra? No, vino invitada. Si le permite. Sí, claro. A él esa mirada como un rayo verde le afloja las rodillas. Pero es valiente y sigue con las explicaciones. Un oh de asombro, que de tan bien modulado le hace creerse perfecto.
¿Tendrá teléfono? pregunta. Ella elude, observa la alfombra, sonríe apenas, lo mira de soslayo y de nuevo el relámpago verde que esta vez le enciende la nuca. Ella juguetea con los zorros. ¿O con él? Duda. No importa; adelante.
Sigue hablando, señala, explica, buen anfitrión. Ella observa, ceño fruncido. No quiere perder palabra. ¡Qué largas las pestañas! Y el arco de las cejas: como dos alas curvas. Él se pierde. No sabe qué estaba diciendo.
Insiste con lo del teléfono: tiene un velero, el río; ahora, en invierno, las gaviotas al atardecer rasgando la comba del cielo...
Ella niega con la cabeza, la mirada baja. ¿También pensará en el río, en el velero que no, por carecer de teléfono? ¿O será por no querer?
La mirada ausente. Parece ausente. Lo mira a la cara, seria. Tampoco. Los ojos (¿por qué tan verdes?) se desvían apenas. Está observando algo detrás de él.
Pero a él no le importa. Sigue hablando de su embarcación, de los ratos libres. Quiere mostrarse gentil, que la mujer confíe. Pero es como si ella se hubiese ausentado.
Otro hombre se acerca. La besa detrás de la oreja. Ella es toda dulzura, toda ojos para él. El hombre la toma del codo.
Ambos lo saludan. Buenas noches. Y se van, cómplices de la vida.

Los  ladrones del fuego
Ed. Corregidor-Buenos Aires, noviembre de 1984